Thursday, June 29, 2006

Otro de los guarros



Tengo la costumbre de sacarme los mocos con los dedos. Cuando era pequeño me los comía hasta que me harté de su sabor salado y su consistencia viscosa. Entonces encontré formas más creativas para deshacerme de ellos. A veces los escondo debajo de un sillón donde se secan y se camuflan con la alfombra hasta que alguien aspira la casa, a veces los hago bolita hasta que se endurecen en mis manos y los aviento como si fueran canicas a la calle. Un día me saqué uno de esos largos que sientes que te jalas un trozo del cerebro y lo percibes cuando se desliza a un lado de tu ojo. Ese sí implicaba mayor problema debido a sus dimensiones, así que opté por dejarlo pegado en el primer árbol que me topé, una escultura indeleble sobre la corteza; o por ejemplo, una vez que tenía gripe y me olvidé de cargar con servilletas, ya no aguantaba el flujo nasal que luchaba por escapar de mi nariz y formaba burbujas verdes cada vez que exhalaba un residuo de aire. Estaba en la escuela y recorrí con desesperación todos los baños en busca de un puto trozo de papel. No encontré ni madres. Así que me metí a un cagadero y me soné sobre mi mano derecha. Al abrirla, noté que tenía medio kilo de goma pringosa, la cual, asqueado, aventé contra el asiento del water donde explotó dejando una huella amarillo-verdosa con cúmulos de sangre retorciéndose de dolor y protestando ante la ausencia de insumos que, según rumores, son subsidiados por el gobierno.

Pero en general no tengo conflictos con mis mocos. Una vez regresaba de una fiesta con un amigo y él me dijo por el retrovisor, “creo que no hay nada tan gratificante como sacarse un buen moco y aventarlo al asfalto”. Le di toda la razón y, en homenaje a las secreciones, los dos nos sacamos un moco y lo arrojamos desde nuestras respectivas ventanas; luego sentí el viento helado de las tres de la mañana coqueteando con mi piel tibia y no pude hacer otra cosa que soltar una carcajada de felicidad. Sí, yo no tengo conflictos con mis mocos, al revés, sé como disfrutarlos, me sé divertir con ellos. ¿Será una secuela de esos días mozalbetes en que te enorgullecías de tu caca porque sabías que era TU caca? Yo qué coño sé, mejor anden, vallan y pregúntenle a Freud qué está pasando.

El inconveniente es cuando sacarse los mocos se convierte en un acto-reflejo y sin darte cuenta ya estás amasando uno entre tus dedos. Hay situaciones, cuando estás rodeado de personas, en que esto puede tornarse embarazoso (no para ti sino para ellos, a menos, claro, de que seas un bicho miedoso al que le han hecho creer lo mucho que importa el bien común y todas esas falacias), inclusive puede traerte líos. Esto me sucedió la semana pasada en el metro: como sabrán, vivimos ya la recta final de una contienda electoral tan derrochadora como inútil. Viene el 2 de Julio y la pobre ciudad está más fea que de costumbre, tapizada toda con propaganda que exhibe los rostros horribles de aquellos que te estarán drenando la sangre los próximos 6 años. Bueno, también yo me he dedicado a una campaña: la de boicotear la suya.

Entonces de pronto se da la coincidencia de que tengo un moco en la mano y encima de la puerta del vagón en el que viajo hay un cartel de FeCal enseñando sin remordimientos su mano enana, y digo: “¿a sí?, a ver si tan pinche limpiecito” y le pego el moco en la mera palma. Excelente, la idea es clara. En aquel momento, se me acerca un señor de pantalones cafés y panza de 45 años. El tipo es más alto que yo. Me observa con frialdad y me dice: “¿Qué te pasa cabrón, por qué haces estas mamadas?”. Yo, preparado de antemano, le respondo: “porque este hijo de puta llamado Felipe Calderón, con su historial en Banobras y el FOBAPROA, tiene las manos más pinches sucias que los calzones cagados de sus contrincantes”. Algunos pasajeros comienzan a acalorarse con mis sentencias, siento sus miradas clavándose en mi espalda; unas chicas de CCH se ríen, les causa gracia algo que he dicho, no hacen más que poner más tenso el ambiente. Al panzón se le hinchan las venas del cuello, está rojo y furioso: “¿Qué me vas a enseñar tú, escuincle de mierda, acerca de política? Yo milité en las filas bajas del PRI durante quince años y ¿sabes qué?, PURA MAMADA. Todo. PRI, PAN, PRD, la misma mierda”. Veo la oportunidad de calmar las cosas y aunque sospecho de él por haber sido político en activo, le digo: “Señor, creo que hablamos el mismo idioma. Jo”. Pero el panzón en vez de recuperar su tono de color, se pone morado: “¡EL MISMO IDIOMA Y UNA MIERDA! ¿Qué pinche educación la tuya de irte andando sacando los mocos? Si quieres hacerlo, ve y embárraselos en el culo a tu abuelita, allá tú. Pero como te vea haciéndolo en mi cara, voy y te mato. ¿ENTENDIDO?”. Esto no me lo esperaba, y por inercia casi me pongo a reír, pero al contener la risa aprieto el agujero del culo y se me sale un pedo. El sonido obsceno y el olor agudo hacen que el gordo pierda todo rastro de razón. Su mirada es la de un asesino. Entonces sí que veo la necesidad de huir, me abro camino entre la gente aterrorizada por ese monstruo obeso. Las chicas de CCH se abrazan mutuamente, chillan y preparan la huida. Afortunadamente el vagón ya había entrado al andén así que cuando las puertas se abren, me largo echando leches directo a la salida y dejo atrás al gordo hijoputa despidiendo espuma por la boca. Afuera de la estación hay una placita. Me siento en una banca para recuperar el aliento y tranquilizar a mi agitado pechamen. Mientras, me saco un moco, jugueteo un momento y lo pego en la pata de metal. Carajo, qué bien se siente. Luego llego a la siguiente conclusión: Es más fácil que el pueblo se dé cuenta de que no tiene sentido seguir con esta mierda de teatro político a que entienda que sacarse un moco puede ser algo placentero. La conclusión me deja, sin embargo, satisfecho.