Thursday, February 19, 2009

Terriblemente clasemediero




Entré en un estado caótico a la cocina y escuché a la modernidad; era un refrigerador que en ese preciso momento activaba alguna mierda que desde su interior emitía un tonito maquinal. Me serví un vaso de agua, me lo chingué, regresé el vaso a su sitio y esto último lo hice con un gesto maquinal. En mucha medida existía una relación sobreentendida, una complicidad que la costumbre nos había habituado a ignorar (a mí y a todos los objetos que me envuelven), para interpretar una falsificación de la realidad: el ensoberbecido teatro humano. Parado ahí con el refri y su ruido me acordé que un día me dio por hacer un blog maldito, un blog pendejo y chingón, transgresivo, polémico, divertido, y eso que últimamente me desentiendo como el padre desnaturalizado que soy (desnaturalizado es un adjetivo que usaba mi abuela para calificar a los padres que no asumían su rol de paternidad, ¡como si los roles fueran naturales!) Y entonces dije: ya sé, voy a escribir algo pa que los ociosos lectores del escritor ocioso no pierdan el tiempo rezándole rosarios. Salí en un estado caótico de la cocina y prendí la computadora. Puse el Word. Para ese momento ya había pensado el argumento del texto que usted lee... qué digo usted: camarada, colega, correligionario, secuaz, socio, vale. Me puse a teclear ideas clasemedieras y, para no perderme en soliloquio, puse algo de Extremoduro que es la mejor banda del mundo, naturalmente. Transcribo unas líneas para que mis cómplices se informen de quién hablo: “Bueno, pues si alguien no se ha enterado: somos subversivos, es nuestro papel, somos peces en el agua que no nos deja beber/ somos marginales, volar es nuestra pasión, somos una especie en peligro de extinción/ somos pacifistas, defendemos la insumisión, y nos gusta masturbarnos y follar con mucho amor/ somos Extremoduro y ha llegado la libertad, y más vale morir de pie que dar un sólo paso atrás/ a la guitarra: el Xalo que se folla hasta las cabras/ en la batería: el Luis, que le gustan todas... las drogas/ y guarrándolo todo, el colega Dirty Charly, Carlos el Sucio/ y yo, vuestro humilde servidor, el rey de Extremadura.” Entonces mientras las canciones prohibidas sonaban a un volumen adecuado para que mi abuelita las escuchara desde la sala, se me vino a la mente una charla mañanera en la universidad; departíamos en un aula fría acerca de los debates fundacionales de la tradición histórico-culturalista en Alemania al finalizar el siglo XIX. Resulta que unos pinches alemancitos herederos del kantismo y la comprensión hermenéutica establecieron acertadamente que la realidad es caótica, y que para ordenarla el humano elige, mediante un criterio de valor, lo que su subjetividad le pide. Miren que buscándole, el romanticismo tiene cosas rescatables. Principalmente Nietzsche, que es el filósofo más chingón, el más honesto y por eso el más demoledor. Calco unas líneas para que mis homólogos se informen qué pensaba de nosotros aquel bribón: “¡Miserable raza efímera, hijos de la casualidad y de la fatiga! ¿Por qué me fuerzas a revelar lo que sería más ventajoso para ti si quedara sin decir? Lo mejor para ti es imposible de conseguir: no haber nacido, no ser, ser nada. Y en segundo lugar lo mejor para ti es morir pronto.” Morir pronto. Matar al humano, vivir al animal. Paradójicamente, al que quiero matar es el que me ha permitido (y conducido) a prefigurar su muerte. Humano racional, tienes una enemiga capaz de descubrir tus vicios más secretos: la propia razón. Razón que mama ocio y sueña con autodestruirse creativamente. Entonces fui por el martillo que utilizo cuando filosofo (o sea, cuando me hago pendejo) y clavé a Cristo de cabeza. ¡Cristoloco, Jesusito!, otro gran bribón, pero uno que ni existió. Un cuento del Oriente Cercano que, campechaneando en uno solo caracteres de Atis, Dionisio, Buda, Krishna, Horus, Zoroastro y Mitra, parió un engendro que inspiró a unos judíos marihuanos que agobiaron con sus marihuanadas a unos exegetas que nunca descifraron lo incoherente y que la Puta católica sabiamente utilizó para cobrarles diezmo a los romanos; un mito horrible que embrutece en pleno siglo XXI a dos mil millones de humanos ingenuos misericordes caras de culo; una mentira que bajo el oligopolio clerical ha contribuido con sangre e imbecilidad en el desarrollo de la historia. Me temo que me van a bajar de santo entre tanta blasfemia, pero no importa. Para castigos, los de Dios, que son tan etéreos como un pedo mañanero. Y hablando de ventosidades, unos aires infernales me recordaron que era hora de ir al water. Abandoné la computadora y entré a la recámara a buscar algún texto que me acompañara en mis labores excretoras. Nunca en mi vida he tenido un cuarto propio. El cuarto es pequeño, con paredes color menta, con una litera, con un hermano, con textos. Pero mi hermano se había ido desde temprano –a nadar al club de un amigo suyo, o a chupar, o a especular sobre axiomas y modelos en un congreso de topología. Y mientras tanto yo, que siempre he pensado que el conocimiento es relativo, elegí una revista porno y después de cagar me hice un solo en nombre de unas chiches anglosajonas contenidas en un suculento fetiche. Ni modo, el problema de la soledad es que nunca te quiere dejar solo. Y es que mi esposa se fue de viaje a Dinamarca a estudiar a las cooperativas agrícolas (que en su tiempo precipitaron la expansión del capitalismo en el país), y yo que no soy monogámico le he puesto los cuernos con tres alumnas, con la luna, y todavía me siento igual. Aclaro: soy profesor certificado de orientación vocacional, mis alumnas son de quinto de prepa (bueno, y si son de secu, ¿qué?), y de ninguna manera sería capaz de limitar el proceso de enseñanza-aprendizaje a un plan imbécil de la SEP; lo de la luna es metáfora. Pero si consideramos que, volviendo a lo de la paja en homenaje a semejantes nalgadas, le dediqué semillas a una mercancía con greñas, con mayor razón le dedico semillas a la vida. Hoy planté dos ahuehuetes en unas botellicas provisionales y me sentí un granjero pendejo en medio de la ciudad más poblada del planeta. Por cierto, en el bosque de Chapultepec en la Ciudad de México hay un tronco de ahuehuete de unos 12 metros de circunferencia y lo triple de alto, se llama “el Sargento” y está muerto-podrido-leporino-decolorado pues de tanta contaminación se secó en los setentas. Se tiene noticia de ahuehuetes que han vivido 500 años, seguramente alejados de las ciudades y su ponzoña contagiosa. Claro que hace 500 años no había hombres modernos. A penas eran chavitos, bellacos mercantilistas. Agrupados en los burgos de Europa ejercían el protestantismo con espíritu individual y cacareaban sus ideas progresistas, liberales y emprendedoras. Eran enemigos declarados de la monarquía, apologistas de la propiedad. ¿Quién iba a decir que su pensamiento se expandiría por todo el mundo hasta consolidarse como verdad hegemónica? ¿Quién hubiera imaginado que transformarían la configuración de la sociedad mundial acorde a las necesidades de reproducción del capital? ¿Quién iba a adivinar que ese proceso –que es al mismo tiempo centralización y concentración de capital– terminaría haciendo más compleja a la sociedad, hasta crear una capa media urbana, ambigua y contradictoria, afortunada y condenada, híbrida, pendeja y soñadora, con movilidad inestable en sus difusas fronteras? Y por cierto, ¿quién chingados me preguntó si quería pertenecer a la susodicha clase media? Nadie, pero aquí estoy.

Igual que una línea entre dos párrafos.

Al final de cuentas, ¿quiénes son los clasemedieros? Pues los que pueden disfrutar de los beneficios de este maldito sistema pero que tampoco están vacunados contra sus calamidades, los que están en la mitad de la turbulenta sociedad capitalista y que a veces el viento les tira el sombrero. Son los que pueden pisar y ser pisados, cagar y ser cagados, humillar y ser humillados; los que condenan a los ricos, pero se cuidan de no engrosar las filas de desheredados. También son, como diría algún rojo, los que no poseen medios de producción, aunque no se ven necesariamente obligados a vender su fuerza de trabajo a un precio mínimo. Son los que pudieron acabar la primaria, pero no les alcanza para colegiaturas en el extranjero; los que no compran acciones en la bolsa, ni boletos para navegar por los fiordos nórdicos, ni Hummers, ni funcionarios, pero sí despensa en la Comer, boletos para ir a algún balneario, Cehvys de segunda mano, policías. Son los frijoles que quedan cuando le tiras las tapas a tu sandwich (aunque una tapa sea integral fortificada con linaza y la otra de trigo sudado); el tipo que en un trencito de amor se coge a alguien mientras le dan por Franklin Delano Roosvelt; la dermis de la piel y el purgatorio post-mortem. OK, ahora ya pueden presumirle a sus primas que saben quiénes son los clasemedieros: los que ni fu ni fa. Pero la cosa no se acaba ahí. La clase media es tan heterogénea que, agregado a la dificultad para delinear sus contornos, resulta casi insensata la pretensión de considerarla como una unidad. Bueno, así somos de pendejines los humanos, entretenidos siempre en ordenar las impresiones sensibles y rotulándolas con categorías, simplificando la realidad, construyendo totalidades, aniquilando la diversidad bajo el signo ominoso de lo esencial. Si he de hablar en honor a la verdad, que casi siempre lo hago, cuando me cuestioné yo mismo sobre qué define a los clasemedieros, en lo primero que pensé fue el patetismo. Y es que aunque lo patético sea un calificativo transclase, la condición nifunifasiosa de los clasemedieros nos coloca ante una comodidad relativa que fácilmente nos puede conducir a actuar con osado patetismo. Lo que es, en otras palabras, suponer que todo está bien en tanto yo crea que lo estoy. Esto no excluye que los de arriba y los de abajo se enfrenten a la misma situación. Sin embargo, un jodido lo hará más como mecanismo de respuesta a las limitantes materiales y un ricales como reafirmación de su consumado hedonismo. En cambio pasa que en las antípodas de la clase media, tanto los que se la viven mamando la leche rancia de Televisa y TV Azteca (con todo y paquetes en bloque de spots electorales a mitad del superbowl) como la leche quezque universal del conocimiento científico, ambos pueden saber que las cosas no están bien y apapacharse hasta convencerse de que no hay nada que se pueda hacer. Así, otra peculiaridad del patetismo clasemediero es que su condición crítico-reactiva, aunque concretada de manera desigual en un abanico de acción, generalmente no pasa de una rebelión simbólica y comodina. De esta manera, a la comodidad relativa de la clase media hay que sumarle el intermitente cuestionamiento de la realidad y a este cuestionamiento, una voluntad de cambio fácilmente negociable. Claro, también hay cabrones que de plano no cuestionan nada, pero el resultado es similar. Por eso la clase media alberga, entre otros, poetas desafiliados, juventud consumidora, juventud rebelde, mochos persignados, ateos, pequeños empresarios, freelancers, sedentarios, trotamundos, afiliados a la contracultura, mafias intelectuales, amas de casa, hembras emancipadas, grupos de superación personal, comunidades virtuales, sicarios, académicos, toxicómanos, minoristas, reivindicadores de la liberación, anarquistas, socialistas, socialdemócratas, liberales, músicos autodidactas, músicos amaestrados, ingenieros larouchistas, defensores del medio ambiente, hedonistas, estetas, epicúreos, materialistas, idealistas, racionalistas, empiristas, románticos, nihilistas, tartufos brillantes, genios imbéciles, lectores empedernidos, graffiteros, comediantes, abogangsters, economicos, arquitetos, ingeniebrios, ociólogos, maromáticos, travestigadores, trabajadores del sector terciario, vividores, guamafunes, et. al. Ahora bien, esta fauna que a primera vista aparece como incompatible tiene un hábitat común: la ciudad. Que haya culeros que se apartaron hace tiempo de las ubres de las urbes, lo sé; hay modos de vida provincianos específicos, pero entonces estamos hablando de comunidades más homogéneas. Y es que las concentraciones urbanas son los únicos sitios donde se puede potenciar la individualización de una manera tan divergente –sin olvidar que siempre obedecerá a papeles estructurales (pues eres libre pero no tanto como crees). En realidad, la clase media nació a partir de la especialización en el proceso de producción. Revolución tecnológica + explosión demográfica: ¡bendito cóctel de hombres modernos que se avecinaba! Hoy hay chingamadral de miles de profesiones certificadas y maneras no certificadas de pasarla. Las metrópolis de la modernidad tardía no son las mismas ciudades industriales decimonónicas europeas, aquellos cuchitriles fabriles llenos de hollín en los que resultaba clara la oposición entre las clases obrera y burguesa. Pero que alguien le pregunte a Carlitos Marx si hoy es posible que la clase media transite de la clase en sí a la clase para sí, a través de la autoconciencia de la posición histórica que le ha tocado. No mamar, esas son chaquetas para ortodoxos. Así que volviendo al suicida siglo XXI, para la gran mayoría de los clasemedieros, urbanos de hueso y alma, la ciudad es el referente por excelencia de lo que es la realidad. ¡Claro!, si la comodidad relativa contiene alimentación, ropa, vivienda y entretenimiento relativamente accesibles, ¿qué pingas me va a importar lo que hay más allá de mis legumbres enlatadas, mis calzoncillos Armani, mi casita hipotecada y mi cantina predilecta? El fetichismo de la mercancía consiste en creer que los objetos se relacionan entre sí al margen de las relaciones humanas, como si éstos aparecieran por arte de magia en los estantes y la medida de su intercambio fuera algo fortuito, como si el valor fuera algo intrínseco a las mercancías, como si hubiera desaparecido toda historia previa al instante de su cristalización como valores de cambio con la compra-venta, o mejor, como si nunca hubiera existido. So pena de excomunión, les voy a confiar un secreto: en esta sociedad tan civilizada la gente ha llegado a un consenso genial que es, a la fecha, el mejor mecanismo para asegurar la reproducción del capital: fetichismo del dinero: equivalente general de todas las mercancías: religión secular de las naciones y alimento para ciudadanos: crimen perfecto: sistema semiótico hechizante. Ayer fui a hacer popó en el estacionamiento de Superama (todavía no consigo superar el trauma que fue para mí el fin de mi carrera delictiva) y observé que tres orcos morenos se acercaban a la entrada de la tienda, uno con la mano engomada a la cintura donde descansaban las balas de su fusca y también su fusca, los otros portando menudos rifles. Era la ley. Por fortuna, no iban por mí. Eran esos guardias bancarios de mil putas de camisa guinda, cuyo destino manifiesto (y esta responsabilidad se podía leer en sus ojos vigilantes) consistía en vaciar un cajero automático de algún banco usurero y asegurarse de que todo el tesoro llegara a las arcas legítimas de sus dueños extranjeros, aún matando al primer culero que obstaculizara la maniobra. ¿No les digo? El fetichismo del dinero consiste también en la posibilidad de matar culeros por papeluchos dedeados. Amigo: hágale como guste, pero ellos no pierden. Y en efecto, ésta es otra de las joyas para la corona de cartón de los clasemedieros: nosotros sí podemos perder. Descalabro temporal o pan de cada día, esta situación puede tener múltiples efectos, entre ellos, rendir cuenta de que no todo está bien. Y como les venía diciendo, después de distraerme regresé en un estado caótico a la computadora y seguí escribiendo. Me examiné. Hay mucha basura que cubre la piel. Hay algunas flores que crecen en la basura. Hay demasiada estupidez. Hay ilusiones y una noche tranquila llena de estrellas. Hay una espiral de contradicciones desde cuyo centro infinito nace, de vez en cuando, alguna chispa dispuesta a prender todo en llamas. Hay una fatal mezcla de crítica y reacción. Hay la certeza de que no todo está bien. Hay voluntad de transvalorización. Hay una clase de disparate.