Copr*fagia

El hombre se acordó un día que cuando era adolescente vio unos videos en internet de una pareja alemana disfrazados de cura y monja, respectivamente. Como nunca había escuchado alemán, no entendió nada del diálogo entre los personajes. El contexto, sin embargo, era más claro: la monja había cometido un pecado e iba a pedir perdón al cura, quien después de reprenderla, se baja los pantalones y comienza a pajearse rítmicamente su miembro ario. La monja, excitada, le empieza a mamar el culo y el otro le caga en la boca cuatro troncos pastosos de caca. Después de un rato, la cara de la monja y el culo del religioso están batidos de mierda y ambos gimen de placer. Luego intercambian palabras igual de indescifrables y ahí se corta la grabación. Cuando el hombre vio el video experimentó una sensación particular, una mezcla de asco con fogosidad, que entonces no comprendió y decidió guardar en secreto.

Ahora se han combinado una serie de factores en la vida del hombre que lo han vuelto escéptico respecto a las verdades y las mentiras, a los dogmas y los tabúes. También han servido como catalizadores de la memoria y se pasa las tardes cavilando sobre su historia personal, sobre la interminable cadena de errores que marcan su biografía genérica. Por eso recordó aquél video y con rigor científico, decidió hacer frente al desacuerdo categórico con la mierda que le inculcaron sus padres, sus amigos, sus amores, sus profesores, sus jefes, todo el mundo. Llegó a la conclusión de que el asco a la mierda, así como el pudor, la intimidad y la individualidad que supuestamente se enclaustran tras una puerta con seguro, no son otra cosa que la negación de un desecho imprescindible para no explotar por dentro. Además, si nuestro olfato fuera menos quisquilloso o al menos sirviera para aprehender olores a más de tres metros de distancia, seguramente descubriríamos mensajes ocultos entre las olas odoríficas que nos rodean. Basta con observar a los perros, que se pasan la mitad de la vida oliéndose el culo y marcando las aceras con cerotes.

El razonamiento del hombre es correcto, el problema es que los razonamientos correctos a veces devienen en parafilias. El hombre hizo el intento de recorrer en dirección opuesta tantos años de aprendizaje y terminó convirtiéndose en un ser perverso. Primero tuvo que acostumbrarse al olor de su propia caca, quizá el paso más difícil. Cuando desarrolló el gusto, decidió probar la de los demás. Recorría los baños públicos de las plazas comerciales, asomándose por debajo de los cagaderos en busca de un par de pies apuntando hacia enfrente y con los pantalones enrollados cerca del piso. Cuando el usuario terminaba su labor, el hombre revisaba los papeles higiénicos del bote de basura. Los olía, y luego iba a orinar a los mingitorios. Descubrió que el olor despertaba en su corazón un cúmulo de chispas incandescentes. Finalmente decidió probar la caca. Tal y como uno recoge una muestra de mierda para llevársela al doctor, el hombre puso un vaso debajo de su ano y comenzó a cagar. La mesa estaba lista. Vació en un plato los pedazos de mierda y colocó una servilleta alrededor de su cuello. El primer bocado fue amargo y vomitó. Su sabor no correspondía al olor, era mucho más fuerte. Tomó agua y volvió a intentarlo, hasta que pudo tragarse la mitad del guisado. En la noche se soltó del estómago y tuvo que levantarse varias veces para no cagarse en la cama. También tuvo una infección que lo tumbó por dos días.

Cuando se recuperó, decidió no volver a comer su propia caca, pero no había pasado una semana cuando repitió la misma sesión culinaria. Las repercusiones fueron similares. Así comenzó su carrera de coprófago, la cual ha mantenido en secreto pero mantenido por varios años. De hecho, la ha depurado y sus métodos son variados y efectivos. No lo juzguen. El hombre terminó volviéndose un ser perverso, pero en su perversidad descubrió la felicidad.