La infancia es la etapa más subversiva de la vida
foto: Mel Jacobsen
Nacemos desobedientes y morimos obedientes
Armando Escamilla
Y por eso los chiquillos ya se acercan a mí
Que intento ser feliz
Desde entonces de esta cárcel no me dejan salir
No tengo a donde ir
Extremoduro
Para Zuzie9mm
Cuando hablamos del ser humano, de ese ser racional, ese ser domesticado y decadente, solemos simplificar las percepciones. O las definiciones. Dicho de otro modo: el concepto-humano no representa a todos sus integrantes. Como todos los conceptos, se trata de una abstracción. A partir de la entera especie humana se construye un tipo ideal, universal supuestamente. Sobra decir que este tipo le sienta demasiado bien al hegemónico hombre masculino-occidental-capitalista, por otra parte, creador del mismo. En este punto me quisiera detener para subrayar una omisión imperdonable: a nuestro tipo le falta un calificativo que, ahora me doy cuenta, manifiesta claramente la fatalidad ilusoria del desarrollo y la razón. Cuando hablamos del ser humano difícilmente pensamos en un niño, pensamos en un hombre masculino-occidental-capitalista-y-ADULTO. Es una operación casi automática, un supuesto evidente para el sentido común del que pocos se atreverían a avergonzarse. Por otro lado, considerar a priori que un hombre es por lo tanto un adulto, no habla bien de nosotros. En primer lugar se excluye a muchos individuos en términos estadísticos. En segundo lugar, y aún peor, se construye una estratificación vertical a partir de la especialización en el uso del cálculo. Finalmente, se decide que la madurez es una cosa en sí. ¡Vaya estupidez! En realidad, el tránsito de la infancia a la adultez es, para mi gusto, la última de nuestras derrotas estructurales, la moldura final de esta plasta de caca llamada humano. Pues aunque se piense lo contrario, la gran mayoría de los adultos somos unos estúpidos, pretensiosos, mamones, en lo absoluto licenciados para enseñar cosas que valgan la pena y demasiado embrutecidos por años de adiestramiento en la interiorización de criterios ajenos.
En efecto, los niños acostumbran comportarse como una piara de subnormales, y no dudo que muchos de nosotros nos habremos mostrado, contra nuestros deseos, comprensivos con sus caprichos y/o majaderías (lo que es tratarlos como pendejitos). Ya sabes, para cada una de sus tonterías tenemos guardada una solución. Nos entretiene pensarnos tutores. Aunque hay que reconocer que a estos pendejines luego les da por formular preguntas inocentes capaces de descomponer un universo entero de supuestos, y que por lo mismo hacen del criterio totalitario justificado por la edad el único método para imponer cualquier burrada absoluta, nada más “porque yo lo digo”. Vaya farsa. Pero bueno, aparte de esta irónica revancha, los niños son dependientes en el resto de los episodios. Está claro que son unos inútiles, los ejemplares más indefensos de la especie, junto con los ancianos y los jipis. O peor aún, pues son un lienzo en espera de que alguien dibuje un esquema de cómo opera la vida, arcilla deseosa de ser moldeada. Quien se encargue de ello sabrá que está atado a una responsabilidad pesadísima, sin lugar a dudas. Pero inconcebiblemente ¡el barco prerrequisito que se decide como medida para determinar la facultad para educar a un niño es, además del parentesco y la educación formalizada, la mayoría de edad! Padres incompetentes y maestros que escriben VENITO JUAREZ en la pizarra (y en mayúsculas porque creen que las mayúsculas han sido absueltas de acentuación); no importa cuán cretinos sean, tienen el derecho a educar a un niño simplemente porque son mayores. Esto es algo que nos deberíamos tomar más en serio, porque si educas a un crío con el mismo interés con el que te sacas la pelusa de las orejas entonces no esperes nada de esta pendeja especie. Parientes, desconocidos, tenderas, capullos, eruditos; si son unos mierdas no importa, algo sabrán de la vida. ¿Pero qué clase de argumento es este? Miren: nuestra sociedad gravita en torno y se sostiene gracias a la veneración colectiva de mentiras y estupideces. Así, una mentira es afirmar que la inteligencia es directamente proporcional a la edad; una estupidez es creer que el tránsito de la infancia a la madurez es un movimiento por elevación. En concreto, la relación por edad es una relación de dominación y por lo tanto de poder. Como todas las jerarquías, se trata de convenciones cuya realidad se manifiesta en el pensamiento. Su realización material es económica y se funda en la propiedad, pues aunque haya amor y otras parafernalias corteses de por medio, a cambio de aceptar su manutención, los padres o tutores son reconocidos como los propietarios legítimos de sus hijos. Proveerlos de educación es una obligación derivada de esta propiedad.
Inmediatamente la aculturación trasciende al derecho. Enjambres de adultos apestosos aguardan ansiosos para hacer gala de su sabiduría cultivada a base de vivir y de aprender de la experiencia, sin importar que no carguen con el papel que reza padre-propietario. La interacción cotidiana es suficiente para que el niño registre y memorice cómo debe comportarse. El aprendizaje es la interiorización de normas y valores, de creencias y conocimientos, de códigos y significados colectivos. En realidad, no hay mucha diferencia entre las expectativas del núcleo familiar y las de la sociedad en su totalidad; se espera que el crío convertido en adulto sea lo más uniforme posible a una unidad económica y productiva, un afiliado del mundo. El resto son apéndices y otras chucherías. La instrucción formal tiene la función de homogeneizar estas normas, valores, creencias y conocimientos de acuerdo al tipo hegemónico. Dado que estamos en un país donde la estratificación social es tan obscena que se vuelve una muralla para acceder a grados más especializados de educación, la familia y los niveles básicos escolares son los bastiones fundamentales en la formación de la visión de la realidad del escuincle (fatalmente complementados por la tele y demás medios masivos). La enseñanza es clasista por su accesibilidad pero también por su contenido sobrecargado de civismo. Imitación y reproducción: a esto se reduce la libertad que nos ofrece la modernidad liberal en materia educativa.
Parecería que los niños están colocados en una posición sentenciada. Pero estas criaturas tienen una ventaja insoslayable que las coloca demasiado lejos de nuestras cadenas racionales: son expertos en transgredir la verdad. Pues a diferencia de la persona cuya mente ha sido ubicada en una dirección unívoca, la del niño se deleita improvisando atajos, volviendo sobre sus pasos, o andando de cabeza en círculos concéntricos. Un ejemplo: los mayores han decidido que los árboles son plantas de tallo leñoso que se ramifican a cierta altura del suelo, que dan frutos y flores dependiendo de su especie, cuya pulpa sirve para fabricar papel y cuyas hojas asimilan el dióxido de carbono para liberar oxígeno por acción de la luz. Con excepción de los adult-scouts, todos estarán de acuerdo en que los árboles no son juegos. Pero me gustaría ver a alguien explicándole esto a un morrito que ya escaló la copa de su barco pirata y que está cargando los cañones de mandarinas para hundir la casa de sus padres. Generalmente las verdades se quedan cortas frente a la pulsión fantasiosa de los niños, pues la imaginación es como el corazón: una vez que empieza a latir no hay quien la pare. No es coincidencia que la infantil inclinación al juego esté impregnada de desobediencia, como veremos ahora. Pero antes quisiera deshacer un nudo muy incómodo: en tanto negación del juego y la imaginación, las corbatas son, además de elemento uniformizador, un símbolo de sumisión. Señores trajeados: les informo que el trapo que se han amarrado al pescuezo es una elegante cadena de seda. Pero antes de que los saquen a pasear, podrían colgarse de un árbol y reivindicar así sus momentos póstumos, con un poco de oscilación idílica.
Volviendo a lo que nos ocupa, infancia y desobediencia aparecen como cómplices inseparables. La cuestión no es la trascendencia del acto insumiso, que seguramente será acallado por las fuerzas enérgicas de los padres (v.g. sanciones represivas, amenazas y mecanismos por el estilo), sino la evidente inclinación a quebrantar toda norma impuesta exteriormente. ¿Cómo explicar el hecho? Fácil: las reglas no funcionan hasta que uno las ha asimilado como válidas o hasta que ha interiorizado el castigo adherido a la falta a la regla; mientras tanto, el vínculo es tan laxo que cualquier motivo medianamente tentador bastará para contravenirlas. Y bueno, los niños, aquellas pizarras en blanco, no nacen con un código de conducta integrado: lo aprenden de la sociedad, primero como reproducción de costumbres y luego como subordinación a normas constituidas. Así, al considerar los elementos expuestos en conjunto, veremos por un lado a los obedientes adultos colmados de modelos rígidos e incuestionables, y por el otro a los insolentes chiquillos que aprovechan cualquier oportunidad para liberarse de ellos. Las dos fuerzas son opuestas y, de manera general, su relación se puede reducir a una pugna entre razón y sinrazón. Pero no hay que ser ingenuos ni confiar del todo en esta dicotomía abstracta, pues los niños también son racionales, al menos desde que intentan comunicarse con el exterior a través de un protolenguaje. En realidad, la tensión se manifiesta entre dos fuerzas racionales, una instrumental y la otra vital. El proceso de maduración implica una progresiva subordinación de la segunda a la primera. El endurecimiento de lo flexible. Entonces la voluntad de cálculo se anexa territorios que antes pertenecían a la imaginación. Los niños empiezan a olvidar cómo sorprenderse, cómo volar, cómo despreocuparse, cómo reírse. Sucede que la niñez comienza a derrumbarse en cuanto nos acostumbramos al desengaño.
En lo que respecta al juego, nos puede dar un ejemplo tangible del párrafo anterior. Para empezar, el juego de por sí es dionisiaco. Y bueno, basta ver a un grupo de niños jugando para advertir que la relación que ellos definen especialmente para el caso dista mucho de los protocolos mamones de interacción para adultos. Os apuesto: sin preámbulos ni correcciones se pondrán a jugar y sin tapujo dejarán correr las emociones. Pero hay algo más sustancial en esa definición ad hoc, y que es justamente lo que la caracteriza como infantil: el niño se considera igual a todos y presupone su libertad y la de los demás. Aclaro: estoy pensando que todavía no han aprendido con quién deben juntarse, es decir, que aunque sus padres procuren juntarlos con ciertos compañeros de juego, los niños no han interiorizado aún el significado de esa distinción, o incluso que en algún momento tengan (que la tienen) la oportunidad de juntarse con quién les venga en gana. Y es que es lógico que si todavía no han aprendido el valor asignado a un género, color, edad, clase social, idioma, o costumbres, entonces no existe ninguna puta razón en el universo que les obligue a asignárselo. ¿Quién no ha visto a un grupo de niños jugando compuesto por un buen surtido de mocosos de todos los sabores?* Existen padres cuidadosos que guardan a sus hijos en cámaras asépticas, pero en general los niños tienen ocasión de jugar con otros niños. Entonces el helado es tutti-frutti.* Qué chido ser niño.* ¡Libres e iguales!: ni el más anarco de los anarcosindical-primitivistas.
En este momento es cuando me veo obligado a tratar el tema más espinoso de todos. El retrato que he construido de los niños no ha atendido todavía a sus costumbres más jodidas. Porque es verdad que los niños pueden ser crueles. Pueden ser TAN cabrones entre ellos mismos, que algunos de esos flamantes adultos que ves caminando por la calle atesoran, en los rincones más cochambrosos de su alma, algún trauma del pasado porque algún morrito más cabrón se los agarró de pendejos. La explicación es más difícil de lo que parece, pues en un plano filosófico exigiría debatir con Hobbes sobre la maldad innata en el hombre. A mi me queda claro que la sociedad moderna, esa que adora al individuo, nos educa para ser culeros. Pero todavía no estoy seguro de que sea parte de nuestra naturaleza. Por lo mientras podría decir que si los niños son crueles, eso no excluye que desconozcan lo que socialmente implica su crueldad. O que como se dice por ahí, todavía no midan el peso de sus palabras o actos. Por ejemplo: si un niño le dice a otro: “Oye, tu mamá es una puta”, no es de esperar que el primero se refiera a que efectivamente la madre del segundo se dedique a jinetear. Lo que yo veo es que, como entre todos los niños, hay una atracción por lo prohibido; y así, invirtiendo la posición del acto cruel en la relación causa-efecto, sería decir que la débil regulación que amarra al niño lo lleva a buscar maneras para experimentar lo prohibido. Por eso a los niños les encanta decir groserías. Y a veces hacer crueldades. Y si de plano se comportan con excesivo cálculo, concientes del poder que ejercen a través de sus acciones, entonces son unos adultos precoces.
Hasta ahora he considerado a los niños como un grupo homogéneo. Sin embargo es evidente que, aunque diferenciados en conjunto de los adultos, al interior manifiestan una gradación muy plural que exigiría revisarlos en su especificidad. Para efectos prácticos prefiero concentrarme únicamente en el hito fundacional que nos encauza, efectivamente, por las sendas de la obediencia: compartir una lengua común. El lenguaje constituye la gran ruptura con la animalidad, pues sin lenguaje no hay socialización. El lenguaje hace posible la historia. También corta nuestro nomadismo, nos fija a un sitio. No sólo eso. La conciencia de nuestro poder lo adquirimos con el lenguaje. Las nominaciones tienen la única finalidad de distinguir, de separarnos del resto y, en esa relación naciente, ser la parte dominante. Históricamente el hombre se ha impuesto como sujeto-pastor de objetos y desde entonces ha funcionado como productor de cultura. Todo lo ha colgado de nombres. Bueno, aprender esos nombres constituye el primer acto de sumisión del infante. El mundo comienza a tener un sentido acotado y desde entonces será imposible percibirlo en su magnitud real.
* N. del E.: no hay subtexto con fines pederastas.