Democracia, mis cojones
Y para los que creen que esta credencial es obra y gracia de Photoshop, les comento que ese soy yo hace 15 años y que, aunque era punk, tenía sentimientos, además de que parece que estoy registrado en el IFE y por lo tanto soy ciudadano de este país. Pero no vayan a pensar que por portarla, pretendo ir a votar este 5 de julio. ¿Votar, yo? Si tengo credencial es porque cuando uno ya es adulto, según, pues acostumbra ir a tramitarla, y es que así le hace la gente en general, ¿viste? Además te la piden cuando quieres meterte a una inmunda chamba. O cuando te tuercen los tiras. En fin, el puto plástico sirve toda vez que nos vemos involucrados en algún trámite burocrático-racional, porque según me han dicho es una identificación personal que dice quién eres. ¡Chale, como si mi nombre, domicilio, clave de elector y demás referencias fueran un resumen fiel de mi ser! ¡Yo soy un organismo animal! Pero nadie me va a hacer caso y menos los del orden o los de recursos humanos de alguna inmunda chamba.
En fin, ahora con esto de tanta modalidad de voto –nulo, comprometido, útil, inútil, de castigo, etc.– pensé que era hora de decir las cosas sin tanto rodeo: democracia, mis cojones. Lo cual es doblemente cierto en un país mierdoso como México. ¿Saben cuándo empezó la apertura democrática por estos páramos? En 1977, cuando el PRI arrastraba la doble ilegitimidad de gobierno asesino/partido hegemónico (el perro López Portillo acababa de ganar inexplicablemente las elecciones presidenciales: ¿cómo?, pues contendiendo como candidato único). No le quedaba otra opción que implementar una reforma electoral. Desde entonces los canales de participación y representación fueron introduciéndose en el enquistado sistema político, aunque no hay que olvidar que los nuevos organismos (como el Tribunal de lo Contencioso Electoral o la Asamblea de representantes del DF) eran esencialmente inútiles ante la arrolladora priísta. Parecía, no obstante, que en 1988 el voto popular cardenista sacaría al PRI de los Pinos, pero todavía nos tenían que obsequiar un fraude monumental, con todo y Babalucas. Entonces Salinas y su gran concertacesor, Camacho Solís, instrumentaron canjes de gubernaturas para el PAN a cambio de que reconocieran de facto el gobierno del orejas hijueputa. Pa no hacer el cuento más largo, durante aquel sexenio el PAN se llevó Baja California, Guanjuato y Chihuahua. ¡Por fin la oposición tenía cotos importantes de poder! Sí, pero era una oposición fiel y obediente a las condiciones que le impusieron. Al PRD le tocó bailar con la guapa hasta 1997, cuando se apoderó del gobierno capitalino. Ese mismo año se le dio autonomía a las putas consejeras del IFE (precedidas por Woldemberg y Merino), se creó el TEPJF, y se hicieron algunas reformas que supuestamente consolidaban el terreno para una transición democrática en las siguientes elecciones presidenciales.
Y en efecto, con el nuevo milenio el PRI cedía, después de 70 años, el poder ejecutivo. Teníamos por presidente a un ranchero iletrado, pero cualquier cosa era mejor que seguir soportando las vergas escamosas de esos pinches prinosaurios. Por supuesto, no tardaría en aparecer el desencanto. Fox era bueno para hacer campaña, pero no tenía ni puta idea de cómo gobernar. Peor aún: la tan anhelada transición democrática se estrelló con el hecho de que la bancada panista representaba los mismos intereses que la casta de juniors tecnócratas priístas que, desde tiempos de De la Madrid, había desplazado a los caciques de la vieja guarda, lo cuál significaba seis años más de política neoliberal. Y todavía peor: en un contexto de transición, el PAN nunca mostró voluntad para desmantelar las reglas no escritas del sistema político mexicano, sino que las reprodujo en su interior con la misma docilidad con que aceptó su primer gubernatura: circulación de elites, corrupción, clientelismo, guerra sucia, métodos fraudulentos, entre otras prácticas canallas. La victoria de Calderas fue un proceso ejemplar que demuestra la continuidad con el pasado.
En cuanto al PRD, asistimos a lo que sucede cuando un movimiento de izquierda se institucionaliza y burocratiza, sin mencionar que sus cuadros más viejos proceden del PRI, quezque de su ala democrática. Como cualquier partido, el sol azteca se compone por tribus en conflicto. Pero adoleciendo del colmillo del PRI (que en tiempos de comicios, por ejemplo, puede mostrarnos a una Beatriz Paredes abrazando a un Madrazo), parece que los perredistas se enorgullecen de presumir sin disimulo sus pugnas internas y procedimientos antidemocráticos. Hoy siguen peleados chuchos y obradoristas y esto los va a golpear, a ambos, en las urnas. Así pasó en el 2000, después de otras elecciones internas manchadas de mierda. Por otro lado, sería ingenuo suponer que la izquierda mexicana se reduce a este partido. Y también que la política se reduce a la vía institucional. Pero de esto hablaré al final. Por ahora tengo que referirme a la pelusa partidista: el presupuesto destinado a partidos es tan generoso en México que resulta un buen negocio crear un clan político. Si no pregúntele a los verdes, que no tienen nada de ecologistas y sí mucho de televisos; o a los del Panal, que es uno de los tantos brazos de la maestra Gordillo; o a los del PT, que fueron creados como partido paraestatal para restarle votos al PRD por Carlos “el tacón cubano” Salinas; o a los de Conveniencia o a los socialdemócratas, que se han propuesto la firme meta de alcanzar un quimérico 2% para que no me los abran de patas y se queden sin pastel. Estos partidos enanos no representan un carajo, simplemente se cuelgan de alguna coyuntura o motivo ideológico, confiando en que el pueblo mexicano es suficientemente imbécil como para creer que, ante la triple partidocracia, existen alternativas reales aunque privadas de las oportunidades históricas que acapararon sus hermanos mayores. De hecho, estos últimos tampoco representan un pito, o bueno, representan más bien los intereses de las elites chabacanas mexicanas y también a los afortunados que recibieron un lunch o un chequecito simbólico a cambio del compromiso de votar por algún bellaco que no desayuna lunchs y cuya nómina es sensiblemente mayor que el chequecito.
Si he perdido el tiempo resumiendo la historia vil de las ofertas por las que hoy se supone tendríamos que elegir para determinar la composición de la siguiente diputación, es para mostrar que 32 años de democratización (con los litros correspondientes de sangre derramada) no han servido de mucho, sobre todo si contrastamos los avances logrados desde entonces. ¿De qué pingas me sirve un México democratizado si, independientemente de la rotación de cúpulas, la brecha social sigue creciendo, la impunidad es regla, la represión aumenta, la injusticia gobierna? ¿A mi qué mierdas me importa una supuesta pluralidad cuando los problemas estructurales son ignorados sistemáticamente por todos ellos? ¿Qué puto sentido puede tener una democracia consumada o en proceso de consumarse si seguimos avanzando hacia el desfiladero, y si las instituciones desacreditadas no hacen otra cosa que solapar la procesión insensata?
No me malinterpreten: me queda claro que una Cámara albiceleste no es lo mismo que una amarilla o tricolor, y que centro, izquierda y derecha no son sinónimos. De hecho, es presumible suponer que las cosas habrían sido distintas (y menos jodidas) si el Peje hubiera estado en vez de Fecal, sin llegar al infundado cambio radical que los antichavistas reaccionetas tanto temían. Yo, Guamafune el Magnífico, nunca podría decir que un gobierno de fundamentalismo de mercado da lo mismo que uno de orientación más popular. Pero el punto al que voy es que en todas estas circunstancias hay un elemento que se mantiene constante y que es el que me preocupa: se vote por quien se vote, la sociedad no se salva de la división entre un grupo dominante y uno dominado. ¿A poco creen que estas almas bondadosas no se van a manchar si, una vez que concluyan los comicios, les será conferido el poder de decisión, poder que se extenderá hasta el siguiente proceso, y por mientras, y ahora sí de forma explícita, les valdrá verga lo que pienses, pues según su lógica si votaste ya te chingaste? Y eso que estoy omitiendo a propósito otros peligros aún más ominosos, como el monopolio de la violencia, la mancuerna entre poderes fácticos o la subordinación a los intereses multinacionales.
Y si me toman por un desconfiado enfermo, nada más hay que ver el subtexto mediático que sustenta sus ideas: estos cabrones no tienen puta idea de la realidad mexicana. De hecho, comienzo a sospechar que en cierto punto hasta se creen las mamadas que dicen. Los políticos saben que en el país está cabrona la pobreza y la desigualdad, faltaba más, pero lo entienden sólo como cifras, índices, números. Su puta vida solucionada materialmente los aísla de las personas de carne y hueso. ¿Se acuerdan del brillante comercial del IFE, el del mecánico y la doña en mandil, donde según salen representantes de todas las clases sociales diciendo “piénsale” y “si la democracia crece, crecemos todos”? En mi opinión el culero que les diseñó la propa tiene la imaginación de una piedra ya que, fuera de los clichés de que se sirve, los personajes sencillamente chocan con la gente real a la que está dirigida. Hasta les ponen voces de nacos, que no es para sorprenderse, pues así nos ven.
Pero volviendo al nefasto tema de la dominación, podemos hacer un recuento de la historia de la democracia. Esta perra es hija de Occidente. Y constitutiva de la modernidad. Digamos que no nació nomás porque un día los europeos pensaron que sería mejor elegir gobernantes que someterse a reyezuelos de sangre azul. El proceso es complejísimo, pero hay elementos relevantes. Digamos que el desarrollo de la democracia es contemporáneo al de la racionalidad y al del capitalismo. La mecánica feudal era un lastre para la industrialización y enemiga del individuo racional. Los pinches reyes todavía se adjudicaban el derecho divino a gorbernar, solapados por el clero putañero, y eso que los ilustrados ya habían planteado lo estúpido que es suponer que hay un Dios exterior que determina la voluntad individual. Decían que el hombre debía de autodeterminarse, pero entonces las consecuencias eran impredecibles. Simultáneamente a la invención de la idea de derechos universales, la burguesía en ascenso encontraba anacrónico el modo de producción feudal que impedía la acumulación de capitales. La salida que dio respuesta a estas múltiples demandas fue la creación de Estados-nacionales, es decir, una nueva forma de configuración de las sociedades que antes que estar asociadas a una cultura o un territorio, tiene la doble razón de centralizar el poder disperso e impulsar el desarrollo interno, además de brindar seguridad y bienestar a sus habitantes. Esto significaba, entre otras cosas, atentar contra el poder de la nobleza, cuyos privilegios consideraban únicamente el criterio dinástico. Hubo revoluciones heroícas y con sangre, pero la recompensa era aún más importante: el pueblo por fin podría autogobernarse. O eso se suponía. La burguesía triunfante, una vez en el poder, descubrió que podía emplearlo para sus intereses particulares. Al fin que los muertos los ponían los ciudadanos libres.
Las formas de gobierno no autoritario fueron varias. En Inglaterra y Francia, por ejemplo, se constituyeron como monarquías parlamentarias. En Estados Unidos, como régimen presidencial con contrapeso de poderes. Pero el proceso fue el mismo: de un poder personal o aristócrata, se pasó a un poder conferido a una elite selecta. El mito del pueblo soberano fue bien recibido por la clase dominante que, tras el esfuerzo industrializador, cada vez se integraba más con la vanguardia capitalista. A nosotros que somos hijos bastardos de Occidente, nos quedó conformarnos con emular sus formas de gobierno y paradigmas de desarrollo, con la única diferencia que nuestras elites, dominadoras hacia dentro, eran controladas desde fuera.
Por supuesto, desde entonces ha habido una enorme producción de teoría sobre la democracia, pues se requería de un respaldo ideológico que paliara las tentativas conservadoras de restaurar el pasado. De vuelta a nuestro triste presente, dentro de la teoría democrática hay distintas posiciones. Los que defienden la democracia como procedimiento sostienen que un régimen se puede considerar democrático en tanto liberalice, a partir de un acuerdo institucional, ciertos mecanismos (por ejemplo, el voto) para que la ciudadanía elija quién ejerce el poder. Esto, independientemente de la calidad de la democracia. Siguiendo esta línea, no sobran los cretinos que afirman que en México hay democracia pues, según ellos, con el triunfo del PAN en el 2000 se consumó la ola democratizadora: a través del sufragio los mexicanos eligieron, de entre una “pluralidad de opciones”, la que su voluntad quiso, y esa voluntad fue respetada. Por supuesto, estos apologetas realizan acrobacias para evadir los hechos y se conforman con una democracia mierdera-fallida-parcial, ya que según ellos, no importa el adjetivo que suceda a la palabra democracia, lo que importa es que existan y se respeten ciertos procedimientos universales (que, dicho se a de paso, ni siquiera se respetan aquí).
En la otra esquina tenemos a los que consideran la democracia como norma. Éstos van más allá de los medios procesales y se preguntan qué impacto real tiene la democracia en la sociedad. Desde una óptica sustantiva, son más maliciosos para aceptar los momentos de transición y, en nuestro caso, podrían decir que, empero las transformaciones en el ámbito político, los resultados han dejado mucho que desear. Incluso podrían afirmar que en México se vive actualmente un período de regresión, dada la baja credibilidad que se han ganado las instituciones por su comportamiento contrario al espíritu que las conforma, y la reproducción de formas autoritarias del México predemocrático. De esta manera, aunque con un grado de exigencia más honorable, los defensores de la democracia sustantiva sostienen que la democracia es la forma de gobierno más deseable. Supongo que han de estimar de muy buena gana experiencias como la gabacha o la de algunos países de la eurozona. Por otro lado, se les olvida que incluso en las democracias mejor consolidadas abundan las prácticas viciadas, además de que una forma para que su población disfrute un relativo grado de bienestar generalizado depende en buena medida de que existan países dependientes, cuyos gobiernos se caracterizan por violentar la democracia en sus tierras nativas.
Finalmente tenemos a los renegados de siempre que, de acuerdo al tema de este día, afirmamos sin tapujo: “democracia, mis cojones”. Tampoco se trata de defender regímenes no-democráticos, pues si decimos que la democracia es un ardid para justificar formas de dominación adulteradas, resulta que las dictaduras y sultanatos son formas de dominación descaradas que se pasan por el arco del triunfo las libertades mínimas que cualquier mortal desearía disfrutar. Es más, no conozco una sola forma de gobierno que sea deseable. Pero como mi propósito es bombear la mierda que se esconde debajo de las apariencias, y puesto que es por demás obvio que en estos últimos ejemplos los detentadores del poder son unos hijos de puta declarados, más interesante me resulta reflexionar sobre un proceso que en general es aceptado como virtuoso.
En el contexto de las elecciones, mucha gente irá hoy a manifestar su hartazgo a través de la anulación de su voto. Otros irán a votar por diputados sodomitas. La mayoría sencillamente no acudirá a votar, bien porque también están hartos o porque se les olvida o porque les vale verga. En el primer sentido diré que, suponiendo que uno crea en el espíritu de la democracia, el voto nulo es la acción que más reflexión requiere, pues exige repasar cada una de las opciones que nos presentan y, de manera cabal, termina por decepcionarse de cada una de ellas. También es la acción más lógica una vez que hacemos lectura de la historia, saturada de ejemplos nauseabundos con referencia a la otra cara de la vía institucional. En cuanto a los que disfrutan que los sodomicen, les deseo buena suerte porque un candidato me dijo que ya no le agrada usar vaselina. Y a los abstencionistas que no disfrutan de los beneficios del sistema - algunos ocuparán mejor su domingo de descanso y otros sencillamente viven al margen del proceso- les recuerdo (y me recuerdo) que también nos va a tocar violín pues la res pública nos atañe a todos. Sin embargo, pienso que cualquier modalidad de voto termina por legitimar un proceso que, además de intrascendente (quienes queden electos, los que sean, accederán a la zona de dominación activa; ninguno atacará la raíz estructural de nuestras desgracias), es carísimo, penoso y estúpido.
En cuanto a las perspectivas poselectorales, los anulistas confían en que su protesta será escuchada. La neta, sería algo deseable, pero estamos en México y aquí no importa que los ganadores triunfen con un mínimo de representatividad o en medio de un firme descrédito. Si seguimos las encuestas, el PRI va a remontar por sobre todos los demás partidos, pero ni siquiera su mayoría relativa será suficiente para hablar de una verdadera representación. Según mis informantes de Consulta Bukowski, entre abstención y anulación, los partidos tendrán que repartirse el 30, o cuando mucho, 40 % de los empadronados. Si dividimos este porcentaje de acuerdo a los datos de mis encuestadores, la próxima legislatura estará integrada en la punta por un PRI como primera minoría con un 20% de representatividad. Los demás ni van a alcanzar la veintena. Pero ya estoy hablando como si fuera uno de ellos, con cifras abstractas. Fiel a mi estilo, predigo que 500 hijos de la chingada se deleitarán con el derecho de chingarnos.
¿Qué nos queda? En mi opinión, por antonomasia escéptica, no hay soluciones generales para problemas estructurales, así que, como dije al principio, lo más sano sería olvidarnos de la estafa institucional y del sistema de partidos y, si añoramos un cambio, comenzar por transformar las relaciones con las células más cercanas que nos rodean: organización tribal al margen de los procesos hegemónicos. Al fin y al cabo nuestra vida diaria se desvincula en poco tiempo de los grandes discursos como la Historia o la Economía. La nuestra es una historia con minúsculas. Los mexicanos, en su gran mayoría, no saben qué es eso de los proceso macroeconómicos. La suya es una economía descalza. Y de la misma manera, mientras la democracia rimbombante se envilece en la práctica humana, quizás podamos aspirar a relaciones solidarias entre conocidos y dejar de esperar que algún político inexistente nos venga a representar sin dominar.