Buenos modales
No me pregunten por qué, pero en este momento estoy en la lejana Patagonia. Y en verdad estoy bien feliz por ello. Respirar cada día toda la nata de mierda que flota en la ciudad de México había perjudicado mi sistema respiratorio y hacía tiempo que tenía planeado realizar un retiro espiritual, pero la experiencia ha rebasado los planes y de vez en cuando me inunda la sensación de estar soñando. También deberán perdonarme si tardo tanto tiempo en escribir un post (más de lo normal) y aceptar que es más gratificante nadar en lagos cristalinos que imprimir la silueta del culo en una silla aplastado frente a una computadora. Por ahora he despertado a la puerta de un café internet y aprovecharé la ocasión para contarles una nueva historia a los ociosos que leen todas estas pendejadas quizá no tan pendejas.
En fin, no crean que este viaje me ha vuelto más hippie. De hecho me baño con más frecuencia y hasta uso desodorante. Tampoco crean que se me ha quitado lo maldito. El otro día me metí a un barquito que se abría paso por uno de los brazos del Nahuel Huapi hasta puerto Blest. La embarcación estaba hasta el culo de turistas descerebrados y todos tiraban la basura como si estuvieran en su casa. ¡Depredadores hijos de la pinga que no les importa nada más que su comodidad! Luego me vi en la necesidad de arrojar por la borda a un señor que nos pegaba a todos con su videocámara a fin de inmortalizar el momento en que unas gaviotas se comían las galletas que su hija les ofrecía. El gordo chancletudo protegió prioritariamente su cámara y como no sabía nadar se hundió y le dio hipotermia con tanta agua helada y se lo comieron las gaviotas. La niña no se dio cuenta y todo el viaje anduvo preguntando por su padre pero nadie sabía contestarle. Después ideé un plan para alejarme de los veraneantes. En Blest hay un sendero dentro del bosque valdiviano que tiene 700 escalones. A la mitad hay un salto y al fondo un alerce antiquísimo. Yo contaba con dos premisas: 1. Que los viejos y los jóvenes de músculos inactivos avanzarían a una velocidad menor y algunos no podrían con tantos escalones. 2. Que dado que el turista promedio está condicionado a seguir instrucciones, era improbable que alguno pensara en ir al alerce primero y luego a la cascada.
Mi ruta fue diferente y los resultados contundentes. En vez de meterme a la cascada me seguí directo hacia el viejo árbol. Tuve tiempo para abrazarlo y escuchar sus cuentos antes de que llegara la oleada de turistas. Luego bajé hacia la cascada y el mirador estaba desierto siendo que unos minutos antes los soportes estaban a punto de ceder frente al peso de 100 cuerpos gelatinosos. Luego me metí a un sendero que tardaba una hora en llegar a la desembocadura del río Frías y que estaba plagado de moscas hambrientas gordas como pasas y grises como el cemento. El viaje se podía hacer en barco así que supuse que muchos desertarían de la aventura boscosa. Y así fue. Turistas menos, corazón contento. A la mitad del camino salí a una playa exótica. Las aguas eran hipnotizantes y me encueré y me di un chapuzón. Algunas turistas se asustaron al ver mi culo desnudo y salieron corriendo. Turistas menos, corazón contento. Finalmente estaba solo. Me sentía un ermitaño y decidí almorzar ahí en las piedras. No llevaba ningún utensilio así que partí el jitomate con las manos, desgarré unos bolillos y pelé el aguacate con las uñas. Le di unas mordidas y escupí el contenido en mi torta como si fuera un águila alimentando a sus polluelos. Lo probé. La verdad es que he logrado desarrollar un goce por la buena comida independientemente de su apariencia, pero esta vez me pasé de la raya. No exagero si digo que fue una de mis mejores comidas en la vida, con todo y las manos enlodadas. Luego fue preciso volver atrás y recordar aquella comida de puta madre con Rata y Besos en la colonia Guerrero. En realidad íbamos buscando una pulquería pero fue un día muerto y todo estaba cerrado. Optamos por comprarle arroz y huauzontles a una señora indígena y juntar un poco de tortillas, salsa frita y nopales. Encontramos un local desocupado de la Liconsa y nos sentamos a comer en el piso, con las manos sucias. ¡Qué buena comida, carajo! La gente que circulaba por el Eje 1 se detenía y nos miraba con asco, se hacían los desentendidos y si llevaban de paseo a sus peques les tapaban los ojos. Lo siguiente fue tremendo: por la acera pasó un niño de la calle con los ojos inyectados de activo, quien nos vio almorzando a la intemperie y nos dijo PROVECHO y entonces le ofrecimos llevar itacate y nos dijo que ya había comido y se sobó la panza con satisfacción. Siguió su camino hasta el crucero donde había más chamacos sentados sobre un sillón raído. Vaya, vaya con esta lección de moral y buenas costumbres. El chico jodido resultó ser no sólo el más afectuoso con nosotros, sino el más educado. Los otros culeros, en cambio, se jactan de correctos mientras se limpian el culo con sus costumbres cristianas... De vuelta al sur me tumbé un rato a dormir y luego regresé al barco. Me dieron ganas de echar la meme después de tan suculentos manjares. Cuando estaba a punto de caer dormido, un turista se me acercó y me dijo que tenía migajas en la barba. Sonreí y le di las gracias.