Todo esto gracias a que tengo que buscar verduras ricas y baratas hasta que encuentre o un trabajo o un tesoro o algo que me saque del hoyo gris en el que me encuentro ahora. Sin más rodeos. Salí de la UAM y caminé rumbo al mercado de ferrería. Pasé por el parque y también por el tecnoparque que en poco tiempo inaugurará un maldito Vips naranja. Luego pasé por una caseta llena de horribles policías y los maldije entre dientes. Caminé por el TEC Milenio, esperando ver exquisitas mujeres de cartón, pero no las encontré. Luego por las rejas frías del rastro, que además de ser la culminación de la puta vida industrializada de miles de animales, representa la decadencia del hombre. De ese hombre que ha separado lo inseparable, que ha negado la vida y desteñido los colores de la tierra. Y lo que hice fue aguantar la respiración y acelerar el paso hasta dejarlo atrás.
Ahí estaba el mercado. Y mientras las cortinas de la sociedad se descorrían, la representación comenzó. En el primer puesto me hice de municiones: un kilo de cebolla, otro de jitomate, medio de tomate, tres cuartos de papa y un puñado de chile de árbol. Veinte pesos en total (¡que viva la periferia!). En el siguiente puesto vendían especias y chiles secos. Una señora madura, de mirada grave y cuello dulce, me preguntó qué quería. Le pedí siete pesos de chile guajillo que no pica. Los pesó y me entregó la bolsa. Enseguida saqué mis papas, que habían costado lo mismo, y le pregunté si no me las cambiaba por los chiles. Me dijo que no. Le dije que me los cambiara por favor. Cuando comenzó a dudar, creí saber la respuesta. Pero no, me equivoqué. Me dijo que no podía, y al final le pagué cinco pesos porque me vio cara de perro apaleado. Caminé asustado por la derrota, pero decidí continuar con mis métodos cavernarios de comercio. Esta vez pedí cinco pesos de guayaba. El tipo que me atendió era joven, con aretes en las orejas y rayitos rubios entusados bajo una gorra de marchante. Le propuse intercambiar mis chiles guajillo por sus guayabas. Me dijo que no, que no era su negocio. Se lo repetí por segunda ocasión, añadiendo que había olvidado las frutas y me había gastado todo mi dinero. Finalmente vaciló y me entregó las guayabas. Cuando me alejaba, volteé hacia atrás y vi que el tipo miraba absorto la bolsa de chiles. Sonreía tranquilo, incrédulo.
Fue muy rápido. En realidad no pensaba perder mis chiles. Busqué otro puesto, pero de pronto me atacó la timidez. Entonces cambié la estrategia. Me quedé mirando unos dientes de ajo. No sé cuánto tiempo, tal vez siete minutos. La gente pasaba a mi lado y me ignoraba. Ni siquiera existía para los dueños del puesto. Por fin llegó una señora y me preguntó si me atendían. Le dije que no y ya se iba, cuando le pregunté si el cuarto de ajo costaba doce pesos, lo cual era obvio, teniendo en cuenta que durante siete minutos tuve el letrero con el precio en frente de las narices. Me dijo que sí y antes de que se fuera le pregunté si tenía chile guajillo. Sí hay, respondió. Siguiendo la tradición, le pedí cinco pesos pero esta vez lo pagué con papel moneda como cualquier hombre moderno.
Más adelante encontré un puesto de aguacates, con una muchacha gordita y su hijo. El niño llevaba todavía el uniforme de primaria. Su camisa tenía manchas secas de salsa Valentina. Me sonrió cuando estuve cerca y su madre, bien simpática, me preguntó qué iba a llevar.
– ¿Cuánto cuesta el kilo de palta?
– ¿El kilo de qué?
– De palta – repetí.
– Ah, ya, aguacate…Veinte pesos… No eres de aquí, ¿verdad?
– No. Soy de Chile – improvisé –. Allá le decimos palta al… ¿cómo?
– Aguacate.
– Al
abuacate. Y a los frijoles, porotos.
– Ah, y ¿qué haces aquí?
– Pues compro mi despensa. También estudio en la UAM, de intercambio.
– ¿Y cuánto llevas aquí?
– Como dos meses.
– …
– Bueno, ¿me puede vender cinco pesos de
abuacate?
– Sí, cómo no – me dijo, y desapareció atrás de unas cajas en busca de alguna bolsa de plástico. Mientras tanto, su hijo se me quedó viendo igual que uno vería a la reencarnación de Karl Marx. Lo saludé y le pregunté si vivía cerca.
– Sí, allá pasando el puente.
– Y tu escuela, ¿también queda cerca?
– Ajá.
– La mía igual, pero del otro lado – le dije. Su madre regresó con la bolsa y metió tres aguacates.
– ¿En el TEC? – preguntó el niño.
– No, en la UAM. En la de los pobres – le dije y su madre se rió. El niño se rió también, imitándola. Su madre le explicó por dónde quedaba mi casa de estudios.
– ¿Eres de Argentina? – dijo, cambiando el tema y cortando la explicación de su madre.
– No, de Chile, weón.
– Oye – dijo la madre – ¿allá qué idioma hablan?
– Español, como en casi toda Latinoamérica.
– …
– Bueno, pues me retiro – le dije y le pagué cinco pesos como Dios manda –. Muchas gracias por los
abuacates.
– De nada. A ver cuando vienes a contarme cosas raras. Acá estamos todos los días, menos los martes.
Me fui, en parte contento por la plática, en parte preocupado porque en mi casa había aguacate y no necesitaba comprar más. Pero eso no era problema. Yo ya había aprendido a cambiar los excedentes. En un puesto de naranjas dejé tres aguacates y me llevé un kilo de cítrico. Ahora la despensa estaba lista y mi estómago exigía comida. Aunque el cambio de papel resultó ser una operación intelectual desgastante, una vez que logré adecuarme a mi rol de loco muertodehambre, las cosas salieron bien. En el RTP escribí esto, llegué a mi casa a comer y volví a ser el guarro de siempre.