Homo pánfila mexicanus. Una revisión crítica del Zoológico Alfonso Luís Herrera
Los recuerdos que tengo de la última vez que estuve en el zoológico de Chapultepec, cuando niño, son gratos. Me acuerdo perfectamente del oso polar nadando en una alberca presumiblemente gélida; también de los pandas, algunos ejercitando sus bíceps en el gimnasio, otros bostezando y engordando más de lo debido. Me vuelve a la nariz la peste de los bóvidos que no era suficiente para obligarme a huir en vez de esperar a que iniciara la batalla por la hembra codiciada. Por supuesto, me quedé pendejo con todos los felinos, sobre todo con el jaguar que era mi favorito cuando no había guepardos de por medio; tal vez la memoria más nítida de aquel periplo por las moradas del reino animal es la de unos macacos amarillos que se perseguían sin descansar y luego se ponían a coger cerca del vidrio. Al día siguiente llegué a la escuela y les presumí a todos mis amigos que había sido testigo de un acto sexual orgiástico, bueno, quizá con palabras más acordes a la edad, pero sin omitir ningún detalle procaz: de veras, el changuito se sacó el pilín rosado, se lo acarició y que se lo mete en la pepa a la changuita. La changuita hacía como que no quería, se escapaba, pero cuando se la volvía a meter bien que le gustaba. O tal vez no, porque luego cambiaba de changuito.
Volaron los años y no regresé al zoo por razones que ignoro. Luego me hice vegetariano y en la página de PETA leí artículos que condenaban el trato a los animales en estos sitios. Además de extraerlos de sus hábitats naturales y encerrarlos en barracas de ofensivas dimensiones; además del trato que puedan darles cuando no hay visitantes al cierre de las puertas; además del aislamiento, la inactividad, la rutina programada y los terribles e interminables rostros apeñuscados tomando fotografías que contribuyen a su desequilibrio mental; además de todo eso, la lógica de los zoológicos continúa reproduciendo la relación consumidor-mercancía que tiene a los animales subordinados y a los humanos arriba. En fin, encontré razones para no visitarlos y urgencia por informar a mis conocidos que en los parques zoológicos no todo es color de flamenco en cautiverio.
A pesar de esta nueva perspectiva, mi renuencia a visitar zoológicos no acababa de castigar mis memorias idílicas. Y está bien. No podemos exigirle a un crío de nueve años que analice las condiciones estructurales que han hecho tan cotidiana la visita a los zoológicos, no digamos ya cuestionar a toda su familia que, estructuralmente, manifiesta a través de sus actos que no hay nada extraño en que un paquidermo dé vueltas en una falsa sabana africana justo en el centro de la Ciudad de México. ¿Qué fue entonces lo que decidí? Pues regresar al zoológico, esta vez con una libretita, y apuntar todo lo que desmintiera y corroborara mis viejas y recientes afirmaciones.
Empezaré por lo rescatable. El zoológico de Chapultepec cuenta con una aceptable colección infográfica que, si te dignas leerla, puede ofrecerte un panorama básico sobre zoología para diletantes. Por ejemplo, yo no sabía que las patas delanteras de los artiodáctilos terminan en dos dedos. Ni que la martucha y los mapaches son parientes por clase, orden y familia. Por supuesto, toda esta información se puede encontrar en internet, y claro, con descripciones más especializadas en libros y revistas. Por supuesto, al mexicano clasemediero promedio todo esto le vale verga y pocos eran los que leían tan siquiera el nombre del animal en cuestión. Pero regresemos a internet. Ya sea posmodernidad o era de la información, ésta que nos tocó vivir tiene la cualidad de que de una manera relativamente accesible, podemos sustituir la experiencia empírica por una tonelada de información audiovisual referente al tema que interesa (se abre a debate de todos modos el proceso que suplanta realidad por virtualidad y la manera en que esta accesibilidad sostiene la estratificación social, pero esto será materia de algún post ulterior). En otras palabras, no necesitamos de un zoológico para conocer los hábitos de un huemul que pasta tranquilamente en la estepa patagónica. Ni para saber que las patas delanteras de los artiodáctilos terminan en dos dedos. La sabiduría, con videos y toda la cosa, está disponible en algún sitio que empieza con http. Si algo de bueno tiene esta red global es la circulación de contenidos que abarcan prácticamente todo lo que se te pueda ocurrir. ¿Algo más que pueda defender? Pues al menos el personal encargado de los animales se veía alegre, pero eso no demuestra que sean competentes en su oficio. Quisiera pensar que sí, aunque hubo un momento en que un tipo se metió al hogar de los pecaríes porque un mono capuchino se le había escapado.
Bien. Pasemos al plato fuerte, osease, lo deleznable. Me queda claro que la condición en la que viven los animales no es la más óptima. O están medio locos o están inmóviles. Creo que los únicos que se la pasan bien son los monos ardilla que, como reconocí de inmediato, no habían alterado sus desmedidas prácticas sexuales en todos estos años. En efecto, igual que en mi anterior visita, lo changuitos seguían siendo fieles al viejo e infalible metisaca. A eso yo lo llamaría zoocialización, justo lo que nos falta. Junto a mí, dos niñas empezaron a reír morbosamente cuando comprendieron qué hacía ese mono sobre esa mona, pero sus risas no fueron capaces de opacar mis carcajadas, producto de la no tan casual coincidencia. Pero esto es un caso excepcional. No dejaba de ser obsceno el contraste entre su hiperactividad y la pasividad del resto de los animales. Enseguida me volvió la furia, ya que unos metros más adelante, un gorila se mantenía sentado, exánime, sobre un cubo de piedra en una sala minimalista con paredes blancas y algunos mobiliarios para hacer ejercicio. Puta verga, carraspeé, al descubrir que esa sala no era un anexo opcional para que el gorila hiciera ejercicio cuando sus músculos lo exigieran, sino que alguien lo había encerrado con llave para que hiciera piruetas enfrente de la horda de mirones que esperaban ansiosos una escena digna de película de Disney. Evidentemente, el primate no pensaba moverse. El colmo fue cuando uno de esos típicos fresas que viven en una puta burbuja perfecta le dijo a su novia: “Ve las garras. Te mata eso”. Quien lo hubiera matado era yo. Dudo que el gorila tuviera fuerzas o voluntad para atacar a alguien, tal era el mensaje que se leía en sus ojos cansados de tanta incongruencia. Parece que mi congénere fresa no se dio cuenta que el victimario era otro.
La masa de gente se prolongaba hasta la siguiente cámara, donde todos apuntaban con turística imaginación sus cámaras y celulares hacia un gorila de tierras bajas. Casi se trepaban entre ellos con tal de sacar una fotografía carente, seguramente, de buena composición. Esta actitud es característica de la sociedad de consumo que coloca al objeto coleccionable como centro de toda experiencia. No importa tanto la contemplación como la apropiación. La exclamación de una niña ejemplifica de manera clara lo que quiero decir: “Ya lo tengo ma, vámonos al que sigue”. Por otro lado, se trata también de la ideología que considera a los animales como meras mercancías carentes de finalidad en sí. Y claro, también están los que no llevaban ni cámara ni celular con diafragma, pero tampoco se podían quedar atrás. A mi izquierda alcancé a escuchar que un adolescente le decía a uno de sus amigos: “Beto, ¿qué haces ahí? Te van a sacar los de seguridad”. Sin comentarios.
Todo esto me lleva a pensar que cuando se lo propone el pueblo mexicano es peculiarmente estúpido, herencia de la imposición de una cultura ajena, producto de la división internacional del trabajo, resultado de un precario sistema educativo y de unas condiciones estructurales que privilegian el trabajo sobre el estudio, sino lo vuelven la única alternativa. Por favor, no se tome el lector a manera personal mis palabras. Yo también soy mexicano y mi crítica la quisiera extender, como lo hecho anteriormente, a la entera especie humana. Somos hijos de la estupidez y la voluntad de cálculo, ¿recuerdan? Pero parece que a veces nos gana nuestro lado estúpido. No sé si llorar o reírme al recordar otros comentarios que escuché a mi alrededor. Los visitantes o bien confundían un animal por otro, o bien no los reconocían cuando la obviedad rayaba lo evidente. Que alguien me desmienta si es tan amable, pero que yo sepa no es lo mismo un oso de anteojos que un oso hormiguero. Ni una martucha que un chango. Ni un teporingo que un conejo ni un hurón que una rata. Y en el otro extremo: estaba deleitado viendo como un chimpancé nos pintaba dedo cuando llega una madrecita gritando: “¿Pero eso es un qué?... ¡Un mono!”. Para ser sincero, si tuviera que otorgar un premio al comentario más perspicaz, se lo daría al padre de aquella niña que le preguntó si los camellos vuelan, a lo que respondió: “No mi vida, los que vuelan son los renos”.
Volviendo a la esperpéntica dimensión del consumo, no podían quedar fuera las multinacionales. Se trata de una que odio con particular fuerza: Mc Donald’s. Esta corporación se ha encargado de colonizar el zoológico con mayor violencia que los patrocinadores que cuelgan sus marcas al lado de las fichas taxonómicas de cada especie. Casi como en el Periférico, Mc Donald’s se multiplica dentro del parque: un puesto en el pasillo de la entrada, uno más en el mero corazón desde donde se bifurcan las cinco áreas (sin contar el aviario que queda al fondo), otro al final. Dicho de otro modo, el visitante tiene la comodidad de comprarse un conito de vainilla enmierdada sin tener que caminar muchos pasos. Podría pensarse que estos restaurantes fast-food son un apéndice del zoológico y no más. Sin embargo, los animales han perdido su estatus protagónico, ya que a las 4:30 en punto todos los que ingenuamente pretendíamos verlos fuimos desalojados por las autoridades. Y adivinen qué le hicieron a los gordos que todavía no acababan de masticar sus hamburguesas de tigre de bengala. Correcto: nada de nada. Como lo ha señalado acertadamente Beatriz Sarlo, la nueva configuración de los espacios públicos se traduce en espacios de consumo. Antes de que los policías bloquearan los accesos alcancé a colarme al área de clima árido, a la altura de la pocilga de los elefantes. Me topé con un gigantesco marco amarillo de National Geographic. Puta verga, carraspeé por duodécima ocasión, y me largué con un ácido sabor en la boca del estomago y una buena cantidad de material para escribir este post.
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