Monday, December 31, 2007

Feliz año nuevo



Feliz año nuevo

Rubem Fonseca (1975)


Vi en la televisión que los comercios buenos estaban vendiendo como locos ropas caras para que las madames vistan en el reveillon. Vi también que las casas de artículos finos para comer y beber habían vendido todas las existencias.

Pereba, voy a tener que esperar que amanezca y levantar aguardiente, gallina muerta y farola de los macumberos.

Pereba entró en el baño y dijo, qué hedor.

Vete a mear a otra parte, estoy sin agua.

Pereba salió y fue a mear a la escalera.

¿Dónde afanaste la TV?, preguntó Pereba.

No afané ni madres. La compré. Tiene el recibo encima. ¡Ah, Pereba!, ¿piensas que soy tan bruto como para tener algo robado en mi cuchitril?

Estoy muriéndome de hambre, dijo Pereba.

Por la mañana llenaremos la barriga con los desechos de los babalaos, dije, sólo por joder.

No cuentes conmigo, dijo Pereba. ¿Te acuerdas de Crispín? Dio un pellizco en una macumba aquí, en la Borges Madeiros, le quedó la pierna negra, se la cortaron en el Miguel Couto y ahí está, jodidísimo, caminando con muletas.

Pereba siempre ha sido supersticioso. Yo no. Hice la secundaria, se leer, escribir y hacer raíz cuadrada. Me cago en la macumba que me da la gana.

Encendimos unos porros y nos quedamos viendo la telenovela. Mierda. Cambiamos de canal, a un bang-bang. Otra mierda.

Las madames están todas con ropa nueva, van a entrar al año nuevo bailando con los brazos en alto, ¿ya viste cómo bailan las blancuchas? Levantan los brazos en alto, creo que para enseñar el sobaco, lo que quieren enseñar realmente es el coño pero no tienen cojones y enseñan el sobaco. Todas le ponen los cuernos a los maridos. ¿Sabías que su vida está en dar el coño por ahí?

Lástima que no nos lo dan a nosotros, dijo Pereba. Hablaba despacio, tranquilo, cansado, enfermo.

Pereba, no tienes dientes, eres bizco, negro y pobre, ¿crees que las mujeres te lo van a dar? Ah, Pereba, lo mejor para ti es hacerte una puñeta. Cierra los ojos y dale.

¡Yo quería ser rico, salir de la mierda en que estaba metido! Tanta gente rica y yo jodido.

Zequinha entró en la sala, vio a Pereba masturbándose y dijo, ¿qué es eso, Pereba?

¡Se arrugó, se arrugó, así no se puede!, dijo Pereba.

¿Por qué no fuiste al baño a jalártela?, dijo Zequinha.

En el baño hay un hedor insoportable, dijo Pereba.

Estoy sin agua.

¿Las mujeres esas del conjunto ya no están jodiendo?, preguntó Zequinha.

Él estaba cortejando a una rubia excelente, con vestido de baile y llena de joyas.

Ella estaba desnuda, dijo Pereba.

Ya veo que están en la mierda, dijo Zequinha.

Quiere comer los restos de Iemanjá, dijo Pereba.

Era una broma, dije. A fin de cuentas, Zequinha y yo habíamos asaltado un supermercado en Leblon, no había dado mucha pasta, pero pasamos mucho tiempo en São Paulo en medio de la bazofia, bebiendo y jodiendo mujeres. Nos respetábamos.

A decir verdad tampoco ando con buena suerte, dijo Zequinha. La cosa está dura. Los del orden no están bromeando, ¿viste lo que hicieron con el Buen Criollo? Dieciséis tiros en la chola. Cogieron a Vevé y lo estrangularon. El Minhoca, ¡carajo! ¡El Minhoca! Crecimos juntos en Caixas, el tipo era tan miope que no veía de aquí a allí, y también medio tartamudo —lo cogieron y lo arrojaron al Guandú, todo reventado.

Fue peor con el Tripié. Lo quemaron. Lo frieron como tocino. Los del orden no están dando facilidades, dijo Pereba. Y pollo de macumba no me lo como.

Ya verán pasado mañana.

¿Qué vamos a ver?

Sólo estoy esperando que llegue el Lambreta de São Paulo.

¡Carajo!, ¿estás trabajando con el Lambreta?, dijo Zequinha.

Todas sus herramientas están aquí.

¿Aquí?, dijo Zequinha. Estás loco.

Reí.

¿Qué fierros tienes?, preguntó Zequinha.

Una Thompson lata de guayabada, una carabina doce, de cañón cortado y dos Magnum.

¡Puta madre!, dijo Zequinha. ¿Y ustedes jalándosela sentados en ese moco de pavo?

Esperando que amanezca para comer farofa de macumba, dijo Pereba. Tendría éxito en la TV hablando de aquella forma, mataría de risa a la gente.

Fumamos. Vaciamos un pitú.

¿Puedo ver el material?, dijo Zequinha.

Bajamos por la escalera, el ascensor no funcionaba y fuimos al departamento de doña Candinha. Llamamos. La vieja abrió la puerta.

¿Ya llegó el Lambreta?, dijo la vieja negra.

Ya, dije, está allá arriba.

La vieja trajo el paquete, caminando con esfuerzo. Era demasiado peso para ella. Cuidado, hijos míos, dijo.

Subimos por la escalera y volvimos a mi departamento. Abrí el paquete. Armé primero la lata de guayabada y se la pasé a Zequinha para que la sujetase. Me amarro en esta máquina, tarratátátátá, dijo Zequinha.

Es antigua pero no falla, dije.

Zequinha cogió la Magnum. Formidable, dijo. Después aseguró la Doce, colocó la culata en el hombro y dijo: aún doy un tiro con esta hermosura en el pecho de un tira, muy de cerca, ya sabes cómo, para aventar al puto de espaldas a la pared y dejarlo pegado allí.

Pusimos todo sobre la mesa y nos quedamos mirando.

Fumamos un poco más.

¿Cuándo usarán el material?, dijo Zequinha.

El día 2. Vamos a reventar un banco en la Penha. El Lambreta quiere hacer el primer golpe del año.

Es un tipo vanidoso pero vale. Ha trabajado en São Paulo, Curitiba, Florianópolis, Porto Alegre, Vitoria, Niteroi, sin contar Rio. Más de treinta bancos.

Sí, pero dicen que pone el culo, dijo Zequinha.

No sé si lo pone, ni tengo valor para preguntar. Nunca me vino a mí con frescuras.

¿Ya lo has visto con alguna mujer?, dijo Zequinha.

No, nunca. Bueno, puede ser verdad, pero ¿qué importa?

Los hombres no deben poner el culo. Menos aún un tipo importante como el Lambreta, dijo Zequinha.

Un tipo importante hace lo que quiere, dije.

Es verdad, dijo Zequinha.

Nos quedamos callados, fumando.

Los fierros en la mano y nada, dijo Zequinha.

El material es del Lambreta. ¿Y dónde lo usaríamos a estas horas?

Zequinha chupó aire, fingiendo que tenía cosas entre los dientes. Creo que él también tenía hambre.

Estaba pensando que invadiéramos una casa estupenda que esté dando una fiesta. El mujerío está lleno de joyas y tengo un tipo que compra todo lo que le llevo. Y los barbones tienen las carteras llenas de billetes. ¿Sabes que tiene un anillo que vale cinco grandes y un collar de quince, en esa covacha que conozco? Paga en el acto.

Se acabó el tabaco. También el aguardiente. Comenzó a llover.

Se fue al carajo tu farofa, dijo Pereba.

¿Qué casa? ¿Tienes alguna a la vista?

No, pero está lleno de casas de ricos por ahí. Robamos un carro y salimos a buscar.

Coloqué la lata de guayabada en una bolsa de compra, junto con la munición. Di una Magnum al Pereba, otra al Zequinha. Enfundé la carabina en el cinto, el cañón hacia abajo y me puse una gabardina. Cogí tres medias de mujer y una tijera. Vamos, dije.

Robamos un Opala. Seguimos hacia San Conrado. Pasamos varias casas que no nos interesaron, o estaban muy cerca de la calle o tenían demasiada gente. Hasta que encontramos el lugar perfecto. Tenía a la entrada un jardín grande y la casa quedaba al fondo, aislada. Oíamos barullo de música de carnaval, pero pocas voces cantando. Nos pusimos las medias en la cara. Corté con la tijera los agujeros de los ojos. Entramos por la puerta principal.

Estaban bebiendo y bailando en un salón cuando nos vieron.

Es un asalto, grité bien alto, para ahogar el sonido del tocadiscos. Si se están quietos nadie saldrá lastimado. ¡Tú. Apaga ese coñazo de tocadiscos!

Pereba y Zequinha fueron a buscar a los empleados y volvieron con tres camareros y dos cocineras. Todo el mundo tumbado, dije.

Conté. Eran veinticinco personas. Todos tumbados en silencio, quietos como si no estuvieran siendo registrados ni viendo nada.

¿Hay alguien más en la casa?, pregunté.

Mi madre. Está arriba, en el cuarto. Es una señora enferma, dijo una mujer emperifollada, con vestido rojo largo. Debía ser la dueña de la casa.

¿Niños?

Están en Cabo Frío, con los tíos.

Gonçalves, vete arriba con la gordita y trae a su madre.

¿Gonçalves?, dijo Pereba.

Eres tú mismo. ¿Ya no sabes cuál es tu nombre, bruto?

Pereba cogió a la mujer y subió la escalera.

Inocencio, amarra a los barbones.

Zequinha ató a los tipos utilizando cintos, cordones de cortinas, cordones de teléfono, todo lo que encontró.

Registramos a los sujetos. Muy poca pasta. Estaban los cabrones llenos de tarjetas e crédito y talonarios de cheques. Los relojes eran buenos, de oro y platino. Arrancamos las joyas a las mujeres. Un pellizco en oro y brillantes. Pusimos todo en la bolsa.

Pereba bajó la escalera solo.

¿Dónde están las mujeres?, dije.

Se encabritaron y tuve que poner orden.

Subí. La gordita estaba en la cama, las ropas rasgadas, la lengua fuera. Muertecita. ¿Para qué se hizo la remolona y no lo dio enseguida? Pereba estaba necesitado. Además de jodida, mal pagada. Limpié las joyas. La vieja estaba en el pasillo, caída en el suelo. También había estirado la pata. Toda peinada, con aquel pelazo armado, teñido de rubio, ropa nueva, rostro arrugado, esperando el año nuevo, pero estaba ya más para allá que para acá. Creo que murió del susto. Arranqué los collares, broches y anillos. Tenía un anillo que no salía. Con asco, mojé con saliva el dedo de la vieja, pero incluso así no salía. Me encabroné y le di una dentellada, arrancándole el dedo. Metí todo dentro de un almohadón. El cuarto de la gordita tenía las paredes forradas de cuero. La bañera era un agujero cuadrado, grande de mármol blanco, encajado en el suelo. La pared toda de espejos. Todo perfumado. Volví al cuarto, empujé a la gordita para el suelo, coloqué la colcha de satén de la cama con cuidado, quedó lisa, brillando. Me bajé el pantalón y cagué sobre la colcha. Fue un alivio, muy justo. Después me limpié el culo con la colcha, me subí los pantalones y bajé.

Vamos a comer, dije, poniendo el almohadón dentro de la bolsa. Los hombres y las mujeres en el suelo estaban todos quietos y cagados, como corderitos. Para asustarlos más dije, al puto que se mueva le reviento los sesos.

Entonces, de repente, uno de ellos dijo, con calma, no se irriten, llévense lo que quieran, no haremos nada.

Me quedé mirándolo. Usaba un pañuelo de seda de colores alrededor del pescuezo.

Pueden también comer y beber a placer, dijo.

Hijo de puta. Las bebidas, las comidas, las joyas, el dinero, todo aquello eran migajas para ellos. Tenían mucho más en el banco. No pasábamos de ser tres moscas en el azucarero.

¿Cuál es su nombre?

Mauricio, dijo.

Señor Mauricio, ¿quiere levantarse, por favor?

Se levantó. Le desaté los brazos.

Muchas gracias, dijo. Se nota que es usted un hombre educado, instruido. Pueden ustedes marcharse, que no daremos parte a la policía. Dijo esto mirando a los otros, que estaban inmóviles, asustados, en el suelo, y haciendo un gesto con las manos abiertas, como quien dice, calma mi gente, ya convencí a este mierda con mi charla.

Inocencio, ¿ya acabaste de comer? Tráeme una pierna de peru de ésas de ahí. Sobre una mesa había comida que daba para comer al presidio entero. Comí la pierna de peru. Cogí la carabina doce y cargué los dos cañones.

Señor Mauricio, ¿quiere hacer el favor de ponerse cerca de la pared?

Se recostó en la pared.

Recostado no, no, a unos dos metros de distancia. Un poco más para acá. Ahí. Muchas gracias.

Tiré justo en medio del pecho, vaciando los dos cañones, con aquel trueno tremendo. El impacto arrojó al tipo con fuerza contra la pared. Fue resbalando lentamente y quedó sentado en el suelo. En el pecho tenía un orificio que daba para colocar un panetone.

Viste, no se pegó a la pared, qué coño.

Tiene que ser en la madera, en una puerta. La pared no sirve, dijo Zequinha.

Los tipos tirados en el suelo tenían los ojos cerrados, ni se movían. No se oía nada, a no ser los eructos de Pereba.

Tú, levántate, dijo Zequinha. El canalla había elegido a un tipo flaco, de cabello largo.

Por favor, el sujeto dijo, muy bajito.

Ponte de espaldas a la pared, dijo Zequinha.

Cargué los dos cañones de la doce. Tira tú, la coz de ésta me lastimó el hombro. Apoya bien la culata, si no te parte la clavícula.

Verás como éste va a pegarse. Zequinha tiró. El tipo voló, los pies saltaron del suelo, fue bonito, como si estuviera dando un salto para atrás. Pegó con estruendo en la puerta y permaneció allí adherido. Fue poco tiempo, pero el cuerpo del tipo quedó aprisionado por el plomo grueso en la madera.

¿No lo dije? Zequinha se frotó el hombro dolorido. Este cañón es jodido.

¿No vas a tirarte a una tía buena de éstas?, preguntó Pereba.

No estoy en las últimas. Me dan asco estas mujeres. Me cago en ellas. Sólo jodo con las mujeres que me gustan.

¿Y tú... Inocencio?

Creo que voy a tirarme a aquella morenita.

La muchacha intentó impedirlo, pero Zequinha le dio unos sopapos en los cuernos, se tranquilizó y quedó quieta, con los ojos abiertos, mirando al techo, mientras era ejecutada en el sofá.

Vámonos, dije. Llenamos toallas y almohadones con comida y objetos.

Muchas gracias a todos por su cooperación, dije. Nadie respondió.

Salimos. Entramos en el Opala y volvimos a casa.

Dije al Pereba, dejas el rodante en una calle desierta de Botafogo, coges un taxi y vuelves. Zequinha y yo bajamos.

Este edificio está realmente jodido, dijo Zequinha, mientras subíamos con el material, por la escalera inmunda y destrozada.

Jodido pero es Zona Sur, cerca de la playa. ¿Quieres que vaya a vivir a Nilópolis?

Llegamos arriba cansados. Coloqué las herramientas en el paquete, las joyas y el dinero en la bolsa y lo llevé al departamento de la vieja negra.

Doña Candinha, dije, mostrando la bolsa, esto quema.

Pueden dejarlo, hijos míos. Los del orden no vienen aquí.

Subimos. Coloqué las botellas y la comida sobre una toalla en el suelo. Zequinha quiso beber y no lo dejé. Vamos a esperar a Pereba.

Cuando el Pereba llegó, llené los vasos y dije, que el próximo año sea mejor. Feliz año nuevo.

Tuesday, December 25, 2007

Homo pánfila mexicanus. Una revisión crítica del Zoológico Alfonso Luís Herrera



Los recuerdos que tengo de la última vez que estuve en el zoológico de Chapultepec, cuando niño, son gratos. Me acuerdo perfectamente del oso polar nadando en una alberca presumiblemente gélida; también de los pandas, algunos ejercitando sus bíceps en el gimnasio, otros bostezando y engordando más de lo debido. Me vuelve a la nariz la peste de los bóvidos que no era suficiente para obligarme a huir en vez de esperar a que iniciara la batalla por la hembra codiciada. Por supuesto, me quedé pendejo con todos los felinos, sobre todo con el jaguar que era mi favorito cuando no había guepardos de por medio; tal vez la memoria más nítida de aquel periplo por las moradas del reino animal es la de unos macacos amarillos que se perseguían sin descansar y luego se ponían a coger cerca del vidrio. Al día siguiente llegué a la escuela y les presumí a todos mis amigos que había sido testigo de un acto sexual orgiástico, bueno, quizá con palabras más acordes a la edad, pero sin omitir ningún detalle procaz: de veras, el changuito se sacó el pilín rosado, se lo acarició y que se lo mete en la pepa a la changuita. La changuita hacía como que no quería, se escapaba, pero cuando se la volvía a meter bien que le gustaba. O tal vez no, porque luego cambiaba de changuito.

Volaron los años y no regresé al zoo por razones que ignoro. Luego me hice vegetariano y en la página de PETA leí artículos que condenaban el trato a los animales en estos sitios. Además de extraerlos de sus hábitats naturales y encerrarlos en barracas de ofensivas dimensiones; además del trato que puedan darles cuando no hay visitantes al cierre de las puertas; además del aislamiento, la inactividad, la rutina programada y los terribles e interminables rostros apeñuscados tomando fotografías que contribuyen a su desequilibrio mental; además de todo eso, la lógica de los zoológicos continúa reproduciendo la relación consumidor-mercancía que tiene a los animales subordinados y a los humanos arriba. En fin, encontré razones para no visitarlos y urgencia por informar a mis conocidos que en los parques zoológicos no todo es color de flamenco en cautiverio.

A pesar de esta nueva perspectiva, mi renuencia a visitar zoológicos no acababa de castigar mis memorias idílicas. Y está bien. No podemos exigirle a un crío de nueve años que analice las condiciones estructurales que han hecho tan cotidiana la visita a los zoológicos, no digamos ya cuestionar a toda su familia que, estructuralmente, manifiesta a través de sus actos que no hay nada extraño en que un paquidermo dé vueltas en una falsa sabana africana justo en el centro de la Ciudad de México. ¿Qué fue entonces lo que decidí? Pues regresar al zoológico, esta vez con una libretita, y apuntar todo lo que desmintiera y corroborara mis viejas y recientes afirmaciones.

Empezaré por lo rescatable. El zoológico de Chapultepec cuenta con una aceptable colección infográfica que, si te dignas leerla, puede ofrecerte un panorama básico sobre zoología para diletantes. Por ejemplo, yo no sabía que las patas delanteras de los artiodáctilos terminan en dos dedos. Ni que la martucha y los mapaches son parientes por clase, orden y familia. Por supuesto, toda esta información se puede encontrar en internet, y claro, con descripciones más especializadas en libros y revistas. Por supuesto, al mexicano clasemediero promedio todo esto le vale verga y pocos eran los que leían tan siquiera el nombre del animal en cuestión. Pero regresemos a internet. Ya sea posmodernidad o era de la información, ésta que nos tocó vivir tiene la cualidad de que de una manera relativamente accesible, podemos sustituir la experiencia empírica por una tonelada de información audiovisual referente al tema que interesa (se abre a debate de todos modos el proceso que suplanta realidad por virtualidad y la manera en que esta accesibilidad sostiene la estratificación social, pero esto será materia de algún post ulterior). En otras palabras, no necesitamos de un zoológico para conocer los hábitos de un huemul que pasta tranquilamente en la estepa patagónica. Ni para saber que las patas delanteras de los artiodáctilos terminan en dos dedos. La sabiduría, con videos y toda la cosa, está disponible en algún sitio que empieza con http. Si algo de bueno tiene esta red global es la circulación de contenidos que abarcan prácticamente todo lo que se te pueda ocurrir. ¿Algo más que pueda defender? Pues al menos el personal encargado de los animales se veía alegre, pero eso no demuestra que sean competentes en su oficio. Quisiera pensar que sí, aunque hubo un momento en que un tipo se metió al hogar de los pecaríes porque un mono capuchino se le había escapado.

Bien. Pasemos al plato fuerte, osease, lo deleznable. Me queda claro que la condición en la que viven los animales no es la más óptima. O están medio locos o están inmóviles. Creo que los únicos que se la pasan bien son los monos ardilla que, como reconocí de inmediato, no habían alterado sus desmedidas prácticas sexuales en todos estos años. En efecto, igual que en mi anterior visita, lo changuitos seguían siendo fieles al viejo e infalible metisaca. A eso yo lo llamaría zoocialización, justo lo que nos falta. Junto a mí, dos niñas empezaron a reír morbosamente cuando comprendieron qué hacía ese mono sobre esa mona, pero sus risas no fueron capaces de opacar mis carcajadas, producto de la no tan casual coincidencia. Pero esto es un caso excepcional. No dejaba de ser obsceno el contraste entre su hiperactividad y la pasividad del resto de los animales. Enseguida me volvió la furia, ya que unos metros más adelante, un gorila se mantenía sentado, exánime, sobre un cubo de piedra en una sala minimalista con paredes blancas y algunos mobiliarios para hacer ejercicio. Puta verga, carraspeé, al descubrir que esa sala no era un anexo opcional para que el gorila hiciera ejercicio cuando sus músculos lo exigieran, sino que alguien lo había encerrado con llave para que hiciera piruetas enfrente de la horda de mirones que esperaban ansiosos una escena digna de película de Disney. Evidentemente, el primate no pensaba moverse. El colmo fue cuando uno de esos típicos fresas que viven en una puta burbuja perfecta le dijo a su novia: “Ve las garras. Te mata eso”. Quien lo hubiera matado era yo. Dudo que el gorila tuviera fuerzas o voluntad para atacar a alguien, tal era el mensaje que se leía en sus ojos cansados de tanta incongruencia. Parece que mi congénere fresa no se dio cuenta que el victimario era otro.

La masa de gente se prolongaba hasta la siguiente cámara, donde todos apuntaban con turística imaginación sus cámaras y celulares hacia un gorila de tierras bajas. Casi se trepaban entre ellos con tal de sacar una fotografía carente, seguramente, de buena composición. Esta actitud es característica de la sociedad de consumo que coloca al objeto coleccionable como centro de toda experiencia. No importa tanto la contemplación como la apropiación. La exclamación de una niña ejemplifica de manera clara lo que quiero decir: “Ya lo tengo ma, vámonos al que sigue”. Por otro lado, se trata también de la ideología que considera a los animales como meras mercancías carentes de finalidad en sí. Y claro, también están los que no llevaban ni cámara ni celular con diafragma, pero tampoco se podían quedar atrás. A mi izquierda alcancé a escuchar que un adolescente le decía a uno de sus amigos: “Beto, ¿qué haces ahí? Te van a sacar los de seguridad”. Sin comentarios.

Todo esto me lleva a pensar que cuando se lo propone el pueblo mexicano es peculiarmente estúpido, herencia de la imposición de una cultura ajena, producto de la división internacional del trabajo, resultado de un precario sistema educativo y de unas condiciones estructurales que privilegian el trabajo sobre el estudio, sino lo vuelven la única alternativa. Por favor, no se tome el lector a manera personal mis palabras. Yo también soy mexicano y mi crítica la quisiera extender, como lo hecho anteriormente, a la entera especie humana. Somos hijos de la estupidez y la voluntad de cálculo, ¿recuerdan? Pero parece que a veces nos gana nuestro lado estúpido. No sé si llorar o reírme al recordar otros comentarios que escuché a mi alrededor. Los visitantes o bien confundían un animal por otro, o bien no los reconocían cuando la obviedad rayaba lo evidente. Que alguien me desmienta si es tan amable, pero que yo sepa no es lo mismo un oso de anteojos que un oso hormiguero. Ni una martucha que un chango. Ni un teporingo que un conejo ni un hurón que una rata. Y en el otro extremo: estaba deleitado viendo como un chimpancé nos pintaba dedo cuando llega una madrecita gritando: “¿Pero eso es un qué?... ¡Un mono!”. Para ser sincero, si tuviera que otorgar un premio al comentario más perspicaz, se lo daría al padre de aquella niña que le preguntó si los camellos vuelan, a lo que respondió: “No mi vida, los que vuelan son los renos”.

Volviendo a la esperpéntica dimensión del consumo, no podían quedar fuera las multinacionales. Se trata de una que odio con particular fuerza: Mc Donald’s. Esta corporación se ha encargado de colonizar el zoológico con mayor violencia que los patrocinadores que cuelgan sus marcas al lado de las fichas taxonómicas de cada especie. Casi como en el Periférico, Mc Donald’s se multiplica dentro del parque: un puesto en el pasillo de la entrada, uno más en el mero corazón desde donde se bifurcan las cinco áreas (sin contar el aviario que queda al fondo), otro al final. Dicho de otro modo, el visitante tiene la comodidad de comprarse un conito de vainilla enmierdada sin tener que caminar muchos pasos. Podría pensarse que estos restaurantes fast-food son un apéndice del zoológico y no más. Sin embargo, los animales han perdido su estatus protagónico, ya que a las 4:30 en punto todos los que ingenuamente pretendíamos verlos fuimos desalojados por las autoridades. Y adivinen qué le hicieron a los gordos que todavía no acababan de masticar sus hamburguesas de tigre de bengala. Correcto: nada de nada. Como lo ha señalado acertadamente Beatriz Sarlo, la nueva configuración de los espacios públicos se traduce en espacios de consumo. Antes de que los policías bloquearan los accesos alcancé a colarme al área de clima árido, a la altura de la pocilga de los elefantes. Me topé con un gigantesco marco amarillo de National Geographic. Puta verga, carraspeé por duodécima ocasión, y me largué con un ácido sabor en la boca del estomago y una buena cantidad de material para escribir este post.

Wednesday, December 19, 2007

Mujer… casos de la vida irreal



Hace muchomuchotiempo, como en los cuentos de Hans Christian Andersen, yo no sabía hablar y me pasaba el tiempo viendo a las mujeres más importantes para mí, ahí embobadas con el bodrio de programa, sorbiendo mocos, inconsolables. A veces volteaba hacia la pantalla, claro, pero ningún cuerpo radiante de imperfectible despertaba en mí ninguna pasión. Con las tías, abuelas, tías-abuelas y añadidas, era diferente. Tal era el volumen de compasión que desbordaban junto con las lágrimas, que terminé por creer que, en efecto, los dramas de Televisa representaban casos de la vida real. Crecí convencido de que la mujer es abnegada, de que el varón proveedor impone, de que los viejos son sabios y de que a las niñas de quince años se les antoja un buen trozo de vergüenza aunque se trate de la vergüenza de un menso inadaptado (!!!). Acabo de corroborar que fui un gran pendejo, víctima del totalitarismo mediático, al creer semejantes barbaridades. El hecho de que el grueso de los simios mexicanos se comporte exactamente igual no es, en lo absoluto, consolador.

Por el contrario, es más probable que estemos frente a un índice válido sobre la homogeneización en la percepción de los productos de comunicación masiva, o sea, la inducción hacia una ideología cerrada, signo de signos, y, en consecuencia, sobre la ratificación y mantenimiento de las estructuras de poder. Me deja perturbado el hecho de que, aún retratando varios niveles de la estatificación social, la versión que muestre la telenovela sea la de creencias y valores necesarios, transclase, evidentes, en la construcción simbólica de una sociedad de contenido normalizado. La realidad no es así, pero a la gente le gustan más los simulacros. A veces es doloroso, pero puedes descubrir raíces de las transformaciones en la cultura a través de la programación de la caja idiota.

A continuación resumo algunas escenas que me parece aglutinan una buen pila de valores reaccionarios de una sociedad reaccionaria transmitida por una televisora reaccionaria y recibidos por un par de ojos no menos reaccionarios:


Diálogo entre un cura y una teporocha que acaba de despertar a los pies de una iglesia católica-apostólica-romana. El cura se tarda 10 minutos en no decirle nada sobre los designios de Dios, salvo que, a no ser que abandone la terrible costumbre de beber hasta perder la dignidad, nunca va a conocer a Dios. La teporocha, sin embargo, está más preocupada por la cruda que por asuntos burocráticos en el Paraíso. Empecinado como si acabaran de publicar una encíclica rerum novarum, el venerable se arruga la sotana, aprieta los ojos de desesperación, ensaya distintos discursos, pero la teporocha ya lo ha dicho puntualmente: “Ay, padre, si supiera cómo me gusta la bebida”.

Con las manos engarzadas solidariamente, dos fresas platican, o bien en la UVM, o bien en la Ibero. La más bonita le dice a la menos bonita si de verdad piensa abortar. La menos bonita le pide que hablen en voz baja (algunos alumnos ñoñean por los pasillos). La más bonita baja la voz y sigue dale que dale. Parece que no saben que en el IMSS le pueden sacar al muchachito sin tanto camelo.

El galán que luce la ingeniosa barbita de candado que todos conocemos, que vive en una casa envidiable, que trabaja arduamente en una oficina de Paseo de la Reforma, se llama Emilio. La esposa de Emilio siempre está briaga. Emilio anda furioso, regaña a su esposa por dar un mal ejemplo a sus hijos, no digamos a la sociedad. El momento coyuntural no está ausente: al fondo de la estancia, en segundo plano, un cacharro de plástico que se supone que es un pino nos recuerda por undécima vez que Navidad y felicidad son sinónimos (incluso en los hogares más conflictivos, incluso en las situaciones más penosas).

La esposa de Emilio sale a pasear con su comadre. La esposa de Emilio, fiel a la costumbre, está peda. Su comadre la previene de volverse alcohólica. La esposa de Emilio, con seguridad balbuceante, afirma que toma porque quiere. Que lo deja cuando quiera. Que decide por su cuenta. Después comienza la seudomoraleja seudofeminista que seudocomprueba que una mujer que chupa a la hora de la comida como los grandes ejecutivos es una mujer liberada. Nueva contribución para la teoría feminista que lucha por espacios de representatividad en los granos de mierda tradicionalmente masculinos.

Una muchacha miserable (aunque inusualmente buenísima), campeona entre las mártires golpeadas por la vida que ni así traicionan sus principios, se prueba un vestido limpio. Su madre y todas las chiquillas que viven hacinadas en la pocilga sonríen por la buena suerte de su hermana: esta noche bailará con un príncipe hijo de distinguidos empresarios financieros (cualquier parecido con la Cenicienta, Blanca Nieves, la Bella durmiente, etc., no representan sequía imaginativa) (cualquier parecido con discurso demagógico para convencer de que existe la movilidad social es pura chifladura).

Homenajeando a Octavio Paz, tampoco está exenta su invención: la madre sufrida. Ya saben, la típica gordita de pelo chino y mandil de cuadritos que llora a moco abierto como mis tías porque no puede calmar la calentura de su hija que ya anda puteando con sus compañeros homosexuales. Los argumentos de la pre-adolescente, sobra decirlo, ejemplifican los valores actuales de una juventud educada violentamente por la moda individualista. Los argumentos de la madre, sobra decirlo, reproducen los valores enquistados de una generación educada violentamente por la sintaxis de objetos actualmente resemantizados o sepultados para siempre.

(tsuzugu)

Monday, December 10, 2007

Comer




Cuando subí el plato al microondas se me derramó un poco de sopa. Pero yo hice el movimiento con el cuidado de siempre; más bien el caldo parecía tener una liquidez peculiar, algo que lo volvía más oscilante, más juguetón, más fácil de ondear. El plato prometía ser terriblemente bueno, además de elástico. Champiñones con un montón de especias, con morrón, nabo y un dulce olor a comida napolitana. Mientras se calentaba, limpié con la lengua el caldo derramado y me hice una paja mental de esas que preceden un bocado y te hacen salivar como caracol.

Listo. El segundo plato, por el contrario, era un desastre. Un desastre en términos ópticos, porque el sabor era insuperable. Enfrijoladas. El problema es que mientras andaba friendo las tortillas, allá afuera atardecía. La bola albina me tocó con su belleza y mientras iba y venía de la cocina a la ventana, mis tortillas se convirtieron en tostadas. Las doblé como pude y luego las mojé con los frijoles. Piqué cebolla y la integré a la mezcla. Ya en el plato, su forma era demasiado ambigua. Por eso digo que yo sería un buen cocinero para ciegos. Me armé con una guarnición de lechuga y me puse a comer. El lector debe adivinar que fue un banquete soberbio. Para finalizar tenía una mandarina. Cuando la abrí encontré una esfera de esa miel transparente que tienen las mandarinas en el centro y que sabe deliciosa. La perla de la ostra.

Han pasado varios años desde que decidí comer vegetariano y puedo decir que es la mejor decisión que he tomado en esos años. Me da por igual rabia y dolor pensar que tantos animales sufren en silencio y mueren sistemáticamente todos los días, mientras la gran mayoría de la humanidad lo justifica indirectamente con sus hábitos de consumo. La raíz es cultural y vaya que es difícil contradecir valores interiorizados, pensados como inmutables y asumidos como propios. Pero si tienes el estómago suficientemente fuerte como para aceptar que la sociedad entera se ha gobernado en base a una hipótesis mezquina (léase: poder, separación sujeto-objeto), te darás cuenta que la vida es un pasatiempo, a veces agradable, a la que no hay que tomar muy en serio. Hay que mandar a cagar muchas verdades. Comprendo que alguien pueda encontrar placer en comerse un trozo de bistec. Alguna vez me pasó. Me gustaría comprender, en cambio, qué falta para que dejemos de anteponer mi placer al de los demás. Se trata de un problema de ética – la alimentación se reduce a una actividad biológica, un proceso químico. Quienes comen son en realidad nuestras células –, pero, como dirían los liberales, somos individuos con raciocinio y capaces de elegir. Yo ya elegí y no puedo obligar a nadie a que haga lo mismo. Simplemente me limito a invitar a los lectores a que cuestionen TODO, a que recuerden que detrás de cada mercancía hay un largo proceso de desigualdad donde unos ganan y otros pierden. Ya no sé si es verdad que los animales no tienen voz para quejarse, o si es que no tenemos oídos para escuchar sus reclamos.