Tanta gripe me comienza a exasperar
A este factor súmale las condiciones medioambientales que se les presenta a los afortunados gérmenes. Las ciudades, por ejemplo, que son invernaderos pastosos donde las partículas de cagada e hidrocarburos de oxidación parcial retienen la gorrina humedad que entra en tus bronquios. Pregúntale al señor Pasteur qué tan saludable es respirar mierda todos los días. Obvio que nuestras defensas van a menguar en tres patadas. Y prueba de ello es que las 13 semanas que estuve en el sur no me enfermé ni una puñetera vez – aunque pisé Buenos Aires, Montevideo, Santiago, La Paz y Lima, la mayor parte del tiempo me refugié en lugares insólitamente rebosantes de naturaleza – y hasta mi cuerpo embarneció y mis músculos adquirieron morfologías envidiables. Claro que después de completar rigurosos treks de 10 horas entre peñascos nevados y glaciares australes, a veces sentía un poco de cosquillas en la garganta, pero al día siguiente amanecía sano como una lechuga y con fuerzas suficientes para almorzarme al mundo entero.
Y bueno, adivinen qué. Nada más regresé a la cochambrosa Ciudad de México sentí como mi organismo purificado comenzaba a corromperse y pues ayer finalmente la gripe derrotó a mis anginas inflamadas y luego vino lo que era de esperar: debilidad rotunda, tatema en erupción, escalofríos epilépticos, estómago apático, flemones pródigos, tos de perro moribundo, mocos amarillo mostaza como cerebros abortados en la garganta... y lo peor de lo peor: espera sempiterna en las modestas instalaciones del IMSS. ¡Concha su madre!, si odio estar enfermo de gripe, igualmente odio tener que ir al Seguro a por mis medicinas. Creo que la mitad de los síntomas que te acongojan en el momento en que entras al consultorio los desarrollas mientras aguardas a que el doctor con papada de dragón de Komodo y lentes inhumanamente gruesos se digne a atenderte. Se pasan de verga en el IMSS con esas salas de espera tan deprimentes que no pueden provocar otro deseo que morirse o ir a matar a alguien o ambas cosas. Yo por eso llego tarde, a eso de las 6, cuando ha terminado el receso de comida de los clínicos, y dejo mi carné en manos de la hermosa secretaria y me largo a pendejear por ahí y regreso hora y media después, esperando ser llamado inmediatamente y así presenciar el menor tiempo posible aquel terrible cuadro de gente quejumbrosa y moqueante apachurrada sin esperanzas en sillas anti-ergonómicas y envuelta por collages carentes de buen gusto para prevenir el tabaquismo y la obesidad.
Pero, ¡Oh, Dios Cuasipoderoso, la puta que te parió!, ¿qué falla he cometido que esta vez me confundí y llegué una hora antes, a las 5, así que no sólo presencié la escena de la derrota de la humanidad, sino que participe de ella y, unido a la pasarela de los pobres diablos enfermizos, aguardé mi sentencia? Por suerte llevaba conmigo Todos los sueños del mundo y así pude consumir el tiempo entretenido con las angustiosas peripecias de Jaime Arbal e imaginando que alguien se divertía con las no menos angustiosas tragedias que yo sufría paralelamente. De vez en cuando algún incidente en el salón cortaba mi lectura, por ejemplo ese crío con gorrito de chavo del 8 que empezó a golpear mi brazo sin razón aparente, o aquella torre, digo, aquella mole, digo, aquella muchacha con problemas de hipertiroidismo que, enfurecida por la dilación inextinguible, soltó un mortífero puñetazo contra su pequeño hermano y lo dejó berreando en el suelo y luego llegó su madre y la amenazó airosamente que si volvía a tocar a su hermano, ella (valla proeza) la haría tocar polvo también. O la viejecilla que se ocultaba debajo de generosos kilos de maquillaje y que, al ser aporreada por el andar torpe de la chica Shrek justo en su pierna enyesada, de sus antiguos labios brotaron escuadrones de insultos rematados por un acongojado “chamaca pendeja que no se fija”.
Por suerte yo no fui víctima de la iracunda atalaya y al fin el papadoso doctor pronunció mi nombre. Con la esperanza del hombre que descubre un nuevo amanecer, acudí corriendo a que me curara. Ya en el consultorio, hundió un abatelenguas con sabor a resinas químicas en mi hocico, se asomó, y me dio un termómetro para que lo colocara en mi sobaco. Se lo devolví impregnado de olores milenarios y me preguntó si quería inyecciones. Yo me negué terminantemente. La verdad me aterran las inyecciones y eso que estoy tatuado y tengo el glande perforado. Creo que es algún trauma de la lactancia, ya sabes lo cuidadosas que son las amargadas enfermeras para poner vacunas. El bueno del doctor accedió y me ofreció un cóctel de tabletas y cápsulas. Con una lentitud insuperable, la papada colgando bajo el rostro hierático, redactó mi receta y me la entregó todo feliz, porque en el archivo del Seguro aparece que tengo 11 meses de edad. El hecho me tiene sin cuidado, pero lo extraño es que el valor nunca se actualiza y si regresó dentro de 7 meses, en vez de indicar 1 año y medio, voy a seguir teniendo 11 meses de edad y el doctor se va a seguir divirtiendo. Mejor para él. Un poco de sonrisas no hace daño a nadie.
Para ahorrarme todo este ritual del sufrimiento, bien podría ir con un médico particular, lo sé, pero entonces, en este mundo en que los privilegios cuestan, no me ahorraría el dinero que me ahorro con mi querido Seguro. Los culeros galenos creen que sus diplomitas de mierda les acreditan para cobrar consultas (perdón, ¿serán acaso insultas?) a tarifas extraordinarias. A tomar por culo, digo yo. En el punto medio se encuentra el asequible de Simi, una botarga con pretensiones políticas y sin ningún aval médico, pero que como todo el mundo, sabe que si te da gripe te curas con ampicilina, clorfenamina y dicloxacilina. Y su examen sale de a 30 varitos, aunque las medicinas te cuestan otro tanto. ¿Qué tranza, cuál te late? Al final cada quién escoge con quien se mete. Y bueno, ya para acabar, he decidido prepararme y estar en forma para hacer frente a la puta gripe mutante. Y lo voy a lograr mediante métodos orgánicos. Pienso desayunar todos los días naranjadas con toronja y guayaba. Mis sopas van a tener más jugo de limón que caldo vegetal. Me voy a hacer una playera que sentencie “Viva la vitamina C”. Y suponiendo que la enfermedad me vuelva a pillar (que es lo que va a pasar), voy a curarme yo sólo con cebollita y ajo picados en jugo cítrico. Cough.